Una de las lecciones más inspiradoras de la ecología proviene de su revelación de la capacidad regenerativa de los sistemas, donde el componente vivo tiene un potencial restaurativo impresionante; la ventaja de haber confrontado cambios ambientales por miles de millones de años. Sin embargo, desde que los seres humanos ocupamos y transformamos toda la superficie del planeta, los procesos de recuperación requeridos para mantener su funcionalidad han sido severamente alterados, muchos de manera irreversible y letal. De ahí que la restauración represente una de las metas más urgentes de la cultura: afrontar los efectos negativos (no todos lo son) de las transformaciones de los ecosistemas, utilizar el inmenso conocimiento (no las creencias) que también hemos construido durante esa experiencia y aplicarlo en un proceso de rediseño planetario casi tan complejo como el que necesitaremos para colonizar otros planetas: ¡porque ya estamos en un planeta extraño!
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Podría decirse hoy que el rasero para valorar cualquier proyecto, emprendimiento, intervención en un territorio o modificación de un modo de vida proviene de su capacidad regenerativa: toda actividad económica, monetizada o no, está obligada a demostrar su aporte a la recuperación de la salud planetaria. ¿Qué contribuciones cuantificables hacen las industrias, las comunidades o el Estado a la descontaminación, la revegetalización, la recuperación del hábitat silvestre y sus servicios derivados? ¿Garantiza la agricultura campesina o empresarial la salud del suelo, de la gente y los procesos derivados de la diversidad microbiana? ¿Contribuyen el comercio, los dragados, las vías, las represas, las refinerías, las minas, la construcción de vivienda a restablecer humedales o el hábitat de fauna y flora? ¿El fracking?
Parece un poco ingenua esta reformulación de la trayectoria del desarrollo, pero ya no es aquella con una “dimensión ambiental”, imprecisa, postergable o retórica. Implica reconocer las transformaciones del mundo que seguirán siendo necesarias para albergar 10.000 o más millones de habitantes, pero en condiciones también radicalmente diferentes. En este proceso todos somos agentes regenerativos si nos aseguramos de que cada actividad personal, familiar, comunitaria, laboral o institucional provee sostenibilidad al territorio; es decir que, aunque implique cortar árboles, desviar cauces, extraer minerales, implantar infraestructura, se garantice que la suma final, en términos vitales, sea positiva y justa, y en plazos socialmente relevantes. La sostenibilidad no se asocia con la inacción, mucho menos con “confiar en la naturaleza”, una imagen poco afortunada derivada de la “cuareterna” y el aislamiento: debemos actuar juntos restaurando la salud del suelo con la perspectiva de las mujeres arhuacas, sembrando millones de árboles con criterio científico o adoptando una reforma tributaria que incentive transiciones con visión macroeconómica responsable. Activismo relevante.
Tener una perspectiva regenerativa práctica y medible cambia los parámetros espaciales y temporales de la planificación, al tiempo que provee una plataforma diferente para las conversaciones y negociaciones políticas del presente. Esa es la tarea que nos debería convocar. Preguntarse (y antes que a los demás) qué tanto contribuye con la regeneración de la vida en el planeta. Hacer columnas, por supuesto, cuenta poco.