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Existe el mito de la dieta perfecta, aquella que nos hará vivir cien años, que reivindicará al campesinado y será sostenible porque se producirá dentro de un radio de 50 km. Pero basta mirar cualquier mapa para darse cuenta de que, bajo esos criterios, desaparecería la mayor parte de la humanidad por desabastecimiento o aburrimiento: sin el comercio de alimentos solo vivirían bien doña Conchita Mutumbajoy y sus vecin@s, quienes lograron producir decenas de plantas (nativas e introducidas) en apenas una fanegada, con gallinas (neozelandesas), cuyes y una bonita comunidad silvestre, propia de la Cocha del Guamués. Gracias a sus enseñanzas se fortaleció la narrativa de la granja integral autosuficiente y el paradigma de vivir a escala humana, de Max Neef, pilares de una idea de sostenibilidad gentil, capaz también de regular los consumos y enfatizar la relación con la tierra, fundamental en toda cultura. Pero de ahí a predicar una “bala de plata” para 9 millardos de humanos, hay mucho trecho; mucho menos todo hecho de almendra.
En Montreal se reúne esta semana el programa de estudios en cambios ecológicos y sociales (PECS-3), que pronto se convertirá en Sociedad de Estudios Socioecológicos, para l@s interesad@s. Uno de sus objetivos es hacer seguimiento de largo plazo a ciertos paisajes o territorios bioculturales, con el fin de establecer cómo las transformaciones en una u otra dimensión están relacionadas y se retroalimentan. Hay casos muy concretos donde se estudian “territorios gastronómicos”, por ejemplo, con el fin de rescatar ingredientes y cocinas locales, coloniales o mestizas, llenas de “fusiones”, tan populares en estos tiempos de artistas en la cocina. La pregunta de fondo, sin embargo, tanto en los restaurantes de lujo como en los puestos callejeros o los fogones de gas caseros gira, como siempre, en “lo bueno para comer”, cada vez más controversial: “especiecista” me gritan cuando alabo un ajicero de palometa en Puerto Inírida, preparado por mujeres puinave con ají fresco (y orgánico) de la chagra y uno de los peces más sabrosos y abundantes del río.
Comer bien hace parte de las neurosis urbanas que crean hábitos macondianos: creemos que hay que cargar harinapan por todo el mundo para alimentarnos bien, aunque gracias a esos viajes hay arepas en Beijing y kibbes en Montería, así no se produzca trigo en el Caribe, lo que nos hace recordar que una gran proporción de lo que hoy comemos es petróleo, en los fertilizantes y agroquímicos, en los procesos de transformación y cadenas de frío, en el transporte y empaques, todo para tirar el 30 % a la basura. ¿Comer local, comer nativo, comer orgánico, comer certificado? ¿Intercambiar ingredientes y comidas? ¿Abrir tiendas de ingredientes orientales en Villavicencio? Comer, en cualquier caso, produce huella, cercana o lejana, tanto en el tiempo como el espacio: bebo vino del D1 ($$) porque me encanta, será la microbiota o la genética catalana, o las tradiciones que heredé de los abuelos, no sé. Y bebo leche, como pollo, cerdo, carne de vaca y cordero, ensalada de lechuga, cebolla y zanahoria, todo producto de especies introducidas, con significativos efectos ecológicos. No consigo pez capitán, pato silvestre, cangrejo de río, curí, guartinaja o venado (no están extintos, solo invisibles e inalcanzables). De la dieta muisca me queda el maíz, los cubios, alguna calabaza. Y las maravillosas curubas, que si se producen casi silvestres en los jardines de casa.
¿Han escuchado su “eco” al comer?
