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Conservación, ¿a las patadas?

Brigitte LG Baptiste

29 de septiembre de 2021 - 11:59 p. m.

El IPCC pronosticó que, si los gobiernos no tomaban cartas en los asuntos ambientales, pronto los tribunales lo harían, como atestigua en el Antiguo Testamento la sucesión de libros relativos a la gobernanza del pueblo hebreo, o como Isaac Asimov recrea en Fundación, la historia futurista donde los jueces acaban siendo gobernantes.

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Cierto que se abren horizontes promisorios de debate en esta evolución, pero en el ambiente mal polarizado que se ha venido creando se corre el riesgo de reducir las ciencias ambientales a consideraciones jurídicas simplistas, casi religiosas, que dejan de circular por los ámbitos del debate académico y público para convertirse en único referente de autoridad disfrazada de buenas intenciones.

Ya hemos visto cómo el ordenamiento territorial hace años se convirtió en un juego de palabras y normas, olvidándose del territorio en sí, con lo cual la mayoría de los POT son simulaciones. Todo indica, como en la pandemia, que sin mínima alfabetización nos llenaremos de expertos en planificación del paisaje, quienes, en aras de legitimar visiones muy particulares del mundo, acabarán instituidos como peritos de tribunales igualmente malformados.

La ecología, por ejemplo, provee una interpretación no determinística de las relaciones que se establecen entre seres humanos, no humanos y su entorno físico. Esto permite muchas configuraciones espaciales viables, muchos tipos de equilibrios, muchas alternativas, que es lo que dota al territorio de plasticidad y a los humanos de capacidad de administrarlo. Lamentablemente, grupos dentro del mismo gobierno de la capital (por citar un ejemplo) buscan erosionar continuamente el POT como instrumento para llegar a un modelo de intervención compartida del territorio, pues para ellos la gestión ambiental es una cruzada, no un espacio de concertación. Y las cosas van tan lejos que un juez, inspirado por estos grupos, pregunta a Bogotá si un área destinada al desarrollo urbano cumple requisitos exclusivamente determinados en la ley para la creación y gestión de áreas protegidas, incitando a una confusión inaceptable: una cosa son las funciones ecológicas que cualquier porción de tierra (propiedad) debe cumplir, para lo cual hay innumerables opciones, y otra cosa es la creación de facto y soterrada de un área protegida por fuera del régimen. Se desestiman de un plumazo las perspectivas científicas de la planificación del paisaje y se perjudican decenas de actores sociales quienes, de buena fe, ya han invertido miles de millones de pesos en proyectos (formales y legales) para una ciudad más verde. Amparados en una idea muy particular de la conectividad o la funcionalidad ecológica, buscan decretar que un área urbana no pueda ser construida, pues no coincide con su particular visión de la naturaleza. Los jueces hebreos al menos ejercían abiertamente su convicción de lo sagrado…

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Imponer una visión del territorio bajo los designios de un grupo particular es inaceptable, argumentan con razón quienes critican proyectos mineros, inmobiliarios o agroindustriales, pero que sí les resulta conveniente a la hora de imponer su visión de la conservación, que además parece más orientada a pasar cuentas de cobro a enemigos políticos que a contribuir con la construcción de soluciones.

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“Conservación” a las patadas, garantía de que los conflictos ambientales seguirán replicándose hasta el final de los tiempos, más cercanos… por ello mismo.

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