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El agua, como dice el maestro Wilches-Chaux, es una jodida. Se cuela por el menor resquicio, una fisura en una baldosa, un jarillón, en un presupuesto. Inunda las fallas de la gestión, hoy en día aparentemente más predecibles que las precipitaciones extremas: al fin y al cabo, la oscilación ecuatorial que llamamos cariñosamente “El Niño-La Niña” es tan recurrente y precisa que hace mil años la reconocían los pueblos precolombinos. En estos días, sin embargo, se confirmó para el segundo semestre, con un 65 % de probabilidades e in crescendo, el retorno de la anomalía lluviosa, algo con pocos precedentes en la edad moderna. El sistema climático coquetea con la turbulencia, mientras nosotros con las estrategias de adaptación, que no consisten en direccionar contratos y “eliminar obstáculos burocráticos” con la excusa de la emergencia. Al menos se llenarán las represas, cesará el racionamiento y bajará el costo de generación eléctrica. Ah, no, no hay CREG para regular los precios. En otro desastre será.
El Río Grande do Sul, que no es un río sino un estado brasilero del tamaño del Ecuador, quedó bajo el agua semanas atrás debido a precipitaciones que le dejaron, en tres días, lo que llueve en tres meses, causando el desborde del río Guaíba sobre la ciudad de Porto Alegre y centenares de municipios que rodean la capital. Es el desastre más grande del que se tenga memoria en nuestro continente, solo comparable con el colapso de New Orleans ante Katrina, con el que curiosamente está emparentado por la falla o insuficiencia de los sistemas de diques y compuertas con los que se había previsto manejar los excesos de agua, que ya habían causado un evento similar en 1941. La Suprema Corte de Brasil ya se reunió para debatir caso e identificar responsabilidades, anegadas a su manera. Crucificarán algunos funcionarios acusados de no dar mantenimiento adecuado a las obras de infraestructura y llevarán el caso a la Corte Penal Internacional y ante el IPCC para litigar por reparaciones internacionales, ya que la crisis climática es responsabilidad del norte global. No se sabe si mirarán qué tanto el desajuste ambiental ha sido causado por los extensísimos monocultivos de soya, pues las “adecuaciones” hidráulicas de la cuenca para expandir la agricultura industrial colapsaron justo encima de una población que lleva décadas construyendo sistemáticamente vulnerabilidad en asentamientos “informales” en zonas de riesgo.
La crisis climática nos obliga a considerar la transformación de los territorios, que sucede bajo nuevos regímenes de lluvias y sequías, algo que desafía las capacidades y estrategias adaptativas de toda la sociedad y sus instituciones, más que de la ingeniería. Tal vez sea hora de dejar que La Mohana… sea. Asusta más una Ungrd cooptada por el clientelismo, cuando será una de las piezas más importantes del Estado en lo que resta de un siglo precedido por el concepto de “adecuación de tierras”, con el que creímos, ingenuamente, que estábamos suficientemente organizados para disfrutar el campo y la lluvia, no para morir ahogados, porque lo más probable en esta nueva normalidad es que no podamos cerrar Caregato. Pero tal vez sí para actualizar los mapas de riesgos que vienen con los POT y, mejor aún, de utilizarlos; dejar la costosa obsesión por la carbononeutralidad e invertir en biodiversidad, la nuestra.
