A raíz de una corta polémica que apareció en redes y medios de comunicación acerca del súbito estiaje del río Sogamoso, causado por el cierre de compuertas de la presa, circularon imágenes de playones de piedra sin gota de agua y pozas donde el aislamiento y el calor acabaron con la vida de algunos peces. Con ellas, regresaron las manifestaciones de miembros de comunidades locales y organizaciones ambientalistas —algunas solidarias, otras oportunistas— que llevan años protestando contra este y otros proyectos hidroeléctricos; un hecho común con casi todos los procesos de embalsamiento de un río. La empresa concesionaria del proyecto publicó de inmediato otras fotos, con otra perspectiva, donde el río seguía fluyendo, junto con un texto que explicaba que los cortes del flujo son práctica aceptada dentro de parámetros estrictos establecidos por la ley, basados en garantizar el caudal ecológico del curso de agua.
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Los conflictos entre represas y comunidades locales son proverbiales en las sociedades democráticas y liberales; no en países autoritarios donde estas se hacen y punto. En el caso de Hidrosogamoso, incluso la Comisión de la Verdad elaboró un documento para dar cuenta de la historia dolorosa y violenta del territorio en el cual se implementó el proyecto hidroeléctrico, interpretado por algunos como el fin de un largo proceso de desplazamientos y apropiación de recursos locales iniciado en la Colonia. La nación, sin embargo, esgrime otros argumentos en la medida en que millones de colombianos también demandan electricidad para sus vidas, si bien no conocen la cotidianidad de los habitantes rurales de la cuenca: la asimetría de condiciones de vida no es percibida desde las ciudades, y los proyectos que permiten que la matriz generadora del país sea extremadamente limpia no convencen a los pescadores y campesinos locales.
En China, 1,24 millones de personas fueron reubicadas para la construcción de la presa de las Tres Gargantas; ni modo de protestar en un sistema que calcula a rajatabla los beneficios materiales comparativos para las mayorías. A veces, el “bien común” pareciera más fácil de determinar y alcanzar en un régimen autoritario, especialmente cuando los ecosistemas requieren gestión de largo plazo, pero el riesgo de los fanatismos en el poder sigue demostrando lo contrario: mejor confiar en la separación de poderes que en las dictaduras. Ni las narrativas donde una represa “asesina” un río —un dejo dramático de la performatividad sociopolítica contemporánea—, ni las del mercadeo de la electricidad —donde se gastan fortunas en publicidad— sirven para demostrar los efectos sociales de proyectos que, en últimas, se basan en transformaciones significativas del régimen ecológico de un territorio a largo plazo.
Los tiempos humanos son diferentes. Toda infraestructura es un experimento del cual incluso nosotros no podemos dar razón definitiva y donde se requiere un proceso compartido de monitoreo para aprender a cambiar con el río y como el río, a pensar de manera más amplia y compleja. Por el momento, las hidroeléctricas seguirán siendo indispensables, tal vez sin interrumpir drásticamente los ríos, al menos hasta que la energía solar, eólica o de fusión abunden… o consumamos menos energía. Habrá que hacer un esfuerzo importante para que los proyectos de la transición resulten de una mayor concertación democrática y generen más equidad, al igual que el resto de la infraestructura que requiere un país en movimiento. Las fotos en redes lo demuestran: cambiando el encuadre la historia puede ser distinta.