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La gente se acostumbra, es evidente. Vivir en una de las gigantescas dragas, los dragones de hoy que operan extrayendo oro en el Bajo Cauca, es un reto: un mes de trabajo continuo por cuatro días de salida a cambio de una buena paga no parece un problema mayor. Pero el dragón nunca para, vibra y ruge las 24 horas, salvo pausas de mantenimiento. Dalia (nombre ficticio) cocina para todo el equipo, que hace turnos de cuatro horas. Tiene muy buena sazón y hay abundancia, pero no logra conciliar el sueño bien, le recetaron algo. La situación de su familia la obliga a dejar sus hijos con la abuela, pero no hay más alternativa de trabajo. Hay habitaciones cómodas y tiene acceso a todos los servicios dentro del monstruo que, paradójicamente, no escupe fuego ni vuela, sino que flota y filtra barro, devorando la ribera o el fondo de los ríos, donde no debería estar, pero donde abunda el oro, imposible de dejar.
Un modelo tecnológico y organizativos brasilero, epidémico, se ha convertido en el eje de la economía de muchas regiones de Colombia, donde se mezclan inversiones de familias mineras con décadas de tradición, capitales fantasmas y dineros de amigos en un sistema extremadamente rentable del cual dependen decenas de miles de personas vinculadas directa e indirectamente a los 100 dólares que, aproximadamente, pagan por un gramo (US 3.300 Oz Troy). Un dragón destruido por las autoridades por no tener licencia se reemplaza en 15 días: lo que hay es dinero. Tanto, que nadie quiere parar, así sean el blanco de las críticas de una sociedad que los ha señalado de ser la principal fuente de destrucción ambiental y un sistema de vida demencial visto desde fuera.
Me invita la Asociación de Juntas Veredales de Puerto Claver, un corregimiento de El Bagre, a darle una mirada más cuidadosa a la situación, para construir un camino compartido de transiciones hacia un territorio sostenible, y con gusto sintetizo las perspectivas de una comunidad que se debate por sobrevivir entre las fuerzas del la Ley y las de los grupos armados, haciendo lo que siempre han hecho: extraer mineral del lecho de los ríos, conscientes del impacto que causan, pero que no necesariamente habitan el caos. Hay otra visión desde las decenas de pequeñas y medianas empresas que tratan de hacer lo mejor posible en términos sociales y ambientales, pero que al buscar apoyo del Estado para modernizar su tecnología y cumplir los miles de requisitos que les requieren para formalizarse solo encuentran intermediarios en una cadena infinita, que van cobrando peajes sin producir ningún resultado real. Al final, hay que llegar al paro, la protesta. Reconocen errores y proponen caminos alternativos, pero resienten lo que señalan como privilegios otorgados a las grandes empresas, con las que no tienen reparo en compartir territorio, incluso bajo modelos asociativos, pero bajo términos de mutuo beneficio.
El dragón es un símbolo de una informalidad que no es de poca monta y se convierte en ilegalidad si no hay un camino confiable para incorporarse al aparato productivo nacional. Pasa lo mismo en todos los sectores de la economía, donde el exceso de regulación, en vez de defender a los emprendedores, los ahoga con requisitos, a menudo sin ninguna justificación. Colombia necesita domesticar a sus dragones, pero con un modelo simbiótico capaz de capitalizar el ingenio popular, integrarlo a la construcción de prosperidad con dignidad. Esa es la verdadera sostenibilidad.