La planeación, esa endeble herramienta con la que la racionalidad humana pretende domesticar la incertidumbre, se traduce, en la práctica, a la capacidad de hilvanar eventos sucesivos, a menudo hasta llegar a una meta imaginada. Ocasionalmente, como en las obras de infraestructura, podemos plasmar esa meta en una maqueta, pero la mayor parte no: enamorar a una persona que nos gusta puede ser el mayor desafío, pero no hay “render” que valga para guiar las acciones de quien no entiende los grados de libertad del escenario que enfrenta. En un sistema político que originalmente proviene de la planificación de la siembra de maíz, un ciclo anual funciona bastante bien a perpetuidad a menos que intervengan sorpresas provenientes de otras escalas, como el clima, una invasión o el comercio. En otras latitudes, o en las selvas ecuatoriales, la gente piensa en términos de la vida de los árboles, que tienen ciclos de más de una generación; en Colombia, tenemos pensamiento cafetero o ganadero, que difícilmente ve más allá de una década. En contraste, tenemos el ciclo minero que abarca tiempos muy largos al tiempo que reconoce transformaciones importantes del mundo durante su desarrollo.
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A menudo se dice que no “avanzamos” porque no hay políticas de Estado, que serían aquellos acuerdos sociales e instituciones que conectan acciones ejecutivas de diversos gobiernos sin permitir que estos descarrilen visiones que requieren varios periodos electorales continuos para completarse. Es decir, gobiernos que se adhieren a una “hoja de ruta” más que a una bandera que ondea lejana, casi como un espejismo promisorio de algo que queremos tener en el presente, pero que aceptamos aplazar hacia el futuro. La adhesión a una hoja de ruta, lamentablemente, tiende a interpretarse como la excusa para perpetuar un líder o un partido, quienes casualmente se presentan como la única manera de dar cumplimiento a las metas del largo plazo, la idea que tienen muchos colombianos de que se necesita más “autoridad” y mano dura para gobernar, en vez de confiar en esa democracia que no parece ser más que un tire y afloje entre intereses y actores de corto plazo: los “políticos”. Pero nada que ver: solo una democracia fortalecida es capaz de lidiar con aquello que descarrila una hoja de ruta y es la deriva natural de los sistemas complejos, es decir, la incertidumbre y los fenómenos emergentes.
Trazar hojas de ruta es un arte, porque implica asertividad y capacidad adaptativa al mismo tiempo, algo que no cuadra bien con el esquema de promesas ramplonas con las que los candidatos tratan de seducirnos, y que, cuando ganan, se ven imposibilitados de poner en práctica por su franca incapacidad de interpretar y operar la complejidad. Cuando eso pasa, recurren al control de la opinión, mienten descaradamente, o imponen sus “soluciones” vía decretazo, sin importar que se cause un grave daño: la pretensión de prohibir el petróleo, la generación de un déficit fiscal espeluznante para mostrar cifras de bienestar artificiosas, la declaratoria de gigantescas áreas del país como “libres de minería” son ejemplos de decisiones arbitrarias que se enmarcan en objetivos loables, pero que causarán costos inimaginables en el futuro cercano. Por eso, la construcción concertada de buenas hojas de ruta y su ejecución adaptativa, no “al pie de la letra”, es una alternativa para guiar los grandes cambios transformacionales que requieren Colombia y el mundo. Hay que sembrar maíz y café, cierto, pero la sostenibilidad requiere saber manejar bosques sanos y yacimientos minerales en ciclos largos: usar una perspectiva ecosistémica para gobernar.