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En el más reciente Festival del Pensamiento, organizado por el grupo Prisa Media en Santa Fe de Antioquia, se abordaron varias conversaciones asociadas con la fabricación descarada de “hechos” especialmente por parte de líderes mundiales que parecen haber perdido toda vergüenza al enunciar cosas que no son solo contraintuitivas, sino rápidamente destruidas por el debate público sobreviniente. Los llamados “hechos alternativos”, que a menudo podían considerarse como simples elucubraciones estéticas, todo lo más, hipótesis extremas para retar nuestras interpretaciones de la realidad, se han convertido en una plaga cultural, un cáncer que consume, literalmente, ingentes cantidades de energía entretanto destruyen el sentido y la coherencia de los fundamentos de la convivencia. Memes extensos que corroen el ADN de la comunicación.
La imposibilidad de discernir entre una imagen creada por una IA, un robot humanoide y una entidad creada por una persona utilizando una cámara análoga es solo la punta de un iceberg que, al utilizar infinitas cantidades de datos (probablemente la secreción más abundante de lo humano en el planeta, además del CO2), pretende crear un nuevo universo narrativo donde la frontera en el continuo orgánico-digital desaparece, un fenómeno tal vez sólo comparable con la de emergencia humana desde la animalidad. Pero hoy la pregunta no es cómo detener el proceso, la apertura de un compartimiento olvidado de la Caja de Pandora, sino cómo habitar el mundo transformado sin ahogarnos en la marea creciente de las nuevas simulaciones, que al fin y al cabo son hechos culturales. El problema de Neo frente a la Matrix. ¿Es nuestro cerebro, el creador de las IA y los robots guiados por ellas, suficiente herramienta evolutiva para protegernos, o tod@s acabaremos, con suerte, siendo una parte de una simbiosis obligada de carne y máquina en un nuevo ecosistema? Hay que ver (con humor) Love, death and robots.
Por ahora, y para los medios de comunicación, el reto es mayúsculo. Tanto que hay que pedir ayuda ya no solo a filósofas, semiólogos y artistas, expertos en deconstrucción, sino a ingenier@s, neurólogos y ecólogas: la demolición de la realidad que compartimos mediante los acuerdos, relativamente simples, de la modernidad, implica varios tipos de terapias, y probablemente más epistemológicas que otra cosa. Podemos convivir en un mundo donde la Tierra es plana para algunos, porque sus postulados son prácticamente inofensivos. Pero es más difícil convivir con quien, desde su terraplanismo legítimo, plantea el aplastamiento del planeta y de quienes no piensan como él. Por eso los medios, públicos o privados, tienen que seguir dando voz y espacio a la controversia, no a los misiles.
¿Qué cantidad o qué clase de verdades requerimos los humanos para convivir? Si la pregunta ha sido relevante para denunciar decenas de alienaciones, recordemos los hechos doctrinales precedentes que definieron guerras religiosas, antiguas y contemporáneas: nos matamos entre colectivos alucinados, creyentes de algo que incita a violar los preceptos esenciales de la convivencia, el respeto a la vida. Un problema más educativo que de otra índole: en la búsqueda de las verdades no querríamos reemplazar unos dogmas por otros, sino renunciar a las prácticas basadas en adoctrinamiento, que no es la simulación de quienes proponen que se enseñe a pensar críticamente, pero buscan la destrucción del oponente “incapaz de pensar por sí mismo”. ¿Qué clase de verdad produciremos los sobrevinientes cíborgs?
