Con inmensa gratitud y afecto, para Julio Carrizosa Umaña
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Hace años vengo rumiando la obra del maestro Carrizosa, de cuyo texto Recursos de hoy, bienestar del mañana (1983) derivé la más clara idea de la sostenibilidad, cuatro años antes del famoso informe Bruntland, detonante del ambientalismo como corriente crítica del paradigma que asociaba hasta entonces “desarrollo” con crecimiento económico y no con “bienestar”, como aún tratamos de hacer hoy. Cuatro décadas de discusiones globales que han mostrado que la simpleza de lo primero pareciera imponerse ante la complejidad de lo segundo, y que en esa dicotomía aparente se expresarían las contradicciones de la derecha y la izquierda como modelos de institucionalidad, algo totalmente falso. Lo vemos cada día en los discursos mentirosos y autoritarios del “trumpetrismo” contemporáneo, porque la simplicidad y la complejidad no son polos: hacen parte de un gradiente, dentro del cual las respuestas a los problemas deben ubicarse en coordenadas equivalentes. Sabe Julio, también, que la diversidad es propia de la complejidad y por ello perturba y, aunque inspira y promueve la innovación en las personas creativas, afecta mal a la gente “que es más rígida y constreñida a las normas y los dogmas que maximizan las obsesiones, tal como predicen las ideologías y sus lideres políticos” (Colombia compleja, 2014). De ahí su invocación ética para recuperar la complejidad personal antes que tratar de decirle a los demás cómo vivir sus vidas, reconociendo y aceptando lo inabarcable (y por ello maravilloso) que resulta el universo para nadie.
Alfred Jarry (1873-1907), patafísico, seguro coincidiría con Julio Carrizosa en que combatir las “simplificaciones reduccionistas” representa un reto particular en toda presunción de liderazgo, pero en especial para las que buscan expresarse a través de medios de comunicación, enfrascados en la lógica del titular para vender. El problema central de la propaganda política (y de todo mercadeo) es seducir votantes o consumidores al menor costo, que puede no ser cero sino “X”, porque al gesto retador de la brevedad, que en el haiku era maestría y arte, lo convirtieron en cadena de panfletos. Rafael Cippolini, patafisiatra y Munífico Institutor del Longevo Instituto de Altos Estudios Patafísicos de Buenos Aires, entendería esa propaganda reduccionista (en su síntesis de Epítomes, recetas, instrumentos y lecciones de aparato, 2008) como un “epifenómeno propio de la patafisidad del universo”, es decir, un producto de la profusión de soluciones imposibles a los problemas derivados de la condición humana, defectuosa por naturaleza: pura “patología fenoménica”.
Los textos anteriores, infectados de la misma ‘patafísica —que les alimenta, lo reconozco—, tratan de tejer una relación entre ciencia y arte, siendo los dos únicos sistemas de conocimiento genuino que tienen las personas a su disposición, y que se refuerzan mutuamente en la idea de que no existe lo revelado, sostén de las personalidades que utilizan la simplicidad ética y estética para hacernos creer que sus ideas son de mayor valía y deben prevalecer. Habría que volver a pensar en el valor del trabajo en equipo, no depender de la iluminación de nadie. Un buen líder, tal vez ‘patafísico o al menos paradójico, hace lo que su gente le dice, no se ilusiona con la idea de mando. Hay que ser serios con las propuestas de complejidad de Julio o acabaremos, no en una guerra con piedras y palos, ya bastante simple, sino retrayendo la evolución al nivel de protozoos en una charca; una lectura de mujer patafísica (trans), lo reconozco, de la situación contemporánea.