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En la evolución de la vida, nuestra especie encontró su camino gracias a la súbita complejidad orgánica adquirida por el sistema nervioso. Paradójicamente, en la intrincada red neuronal se instauró el régimen de lo simbólico y la capacidad de abstracción como principales fuentes de capacidad adaptativa de lo humano a un mundo dominado hasta entonces por lo no humano. Se desarrolló una sofisticada capacidad de nombrar el universo para calibrar con ello la distancia necesaria para ajustar el comportamiento ante la incertidumbre, y para experimentar con base en ese fundamento. El lenguaje se constituyó en reflejo de la más preciosa y a la vez terrible alucinación compartida que llamamos realidad, telón de fondo de nuestras vidas materiales, a medio camino entre los sueños y la memoria, el placer sensible del presente y el deseo de persistir indefinidamente.
Si la biología creó la cultura como mecanismo fundamental para la supervivencia humana, el gran problema existencial radica en la naturaleza de los acuerdos a los nos vemos obligados para invocar ese poder de la cultura para transformar la biología, o mejor aún, la ecología, para bien de tod@s. Qué tanto la palabra puede cambiar la materialidad de las cosas, incluidas las anatomías, es el problema central de la política y del acto de gobernar. La escritura de un buen prompt podría hacer que una impresora 3D fabrique un nuevo universo: “hágase la luz”, uno de los más conocidos. Ahora, sin tener que remontarnos al principio del verbo y su capacidad poética o agropecuaria, nos preguntamos si palabras como “hombre” y “mujer”, manifestaciones de lo que llamamos género dentro de nuestra especie, constituyen sustantivos escritos en piedra, derivados de la interpretación que nuestra orgánica (aunque progresivamente digital) condición hace del resto del cuerpo y del mundo, o son modelos en permanente evolución, que permiten delimitar, con flexibilidad y capacidad de aprendizaje, las cualidades adaptativas de lo humano ante una complejidad que hemos contribuido a acrecentar, porque no es la misma de hace 300.000 años. En este bucle de retroalimentación nos enfrentamos a la resignificación total del sistema de atribución de género, algo que el feminismo ha exigido de manera radical, ante la injusta y conveniente ficción que se ha estructurado para justificar roles y jerarquías en beneficio de quienes inventaron para ello, hace milenios, la categoría “hombre”.
Hay un umbral que las mujeres trans sabemos que casi nadie está dispuest@ a cruzar, porque proviene de miles de años de imposiciones biológicas a la supervivencia, y lo entendemos. Pero apelar al supuesto orden natural que determina cierto arreglo de los órganos, especialmente los reproductivos, cierta configuración cromosómica detrás de ello, cierto ajuste morfológico concomitante, es renegar de la misma evolución que nos trajo hasta el presente y apelar a la nostalgia animal como fundamento del orden social. Las mujeres, diversas, somos una construcción cultural que nos permite escoger el cuerpo con el que queremos habitar el mundo, decidir con libertad cómo participamos de la reproducción y la crianza, escoger las formas de hacer justicia y combatir amorosamente el sufrimiento colectivo: todas debemos luchar contra el espectro de las discriminaciones, de las violencias, sean o no basadas en género o especie, de los roles convenientes, de las verdades reveladas que se convierten en excusas para el sometimiento y el dolor. La vida continúa transformándose gracias a la evolución cultural, no se obliga a nadie a convertirse en nada que no quiera, pero sí se plantea el desafío del cambio, así sea de género… o especie. Habría que releer el Elogio de la madrastra, de Cristina Pieri Rossi.