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A pesar de la tentación de interpretar el título como una metáfora en tiempos electorales, es necesario apretarse el cinturón de la literalidad por un momento y abordar el problema de convivencia entre humanos y roedores, al menos los urbanos. Por ahora lapas, tinajos, ñeques, chigüiros y otros ratoncillos menos familiares no hacen parte de un problema que el profesor M. Parsons y sus colegas ya definían en 2017 como “endemoniado” (“wicked”) para referirse a situaciones sistémicas insolubles con los parámetros lineales de nuestro pensamiento.
Las plagas de ratas son una constante en la historia de la humanidad, pero con la migración masiva de personas a las ciudades, combinada ahora con la crisis climática, se ha hecho cada vez más evidente que algo está pasando en los sótanos urbanos. Los reportes de ratas deambulando agresivas por las calles no son evidencia del retorno místico de Bambi a las calles del COVID y muestran apenas la punta de un iceberg cuya base retumba en las profundidades y cuyos efectos directos e indirectos cuestan más que la contaminación del aire. En nuestras ciudades ecuatoriales, sin invierno, las ratas disfrutan 365 días de lujuria con las consecuencias evidentes en sus tasas reproductivas, que no serían tan exitosas de haber un manejo de residuos moderno y eficiente, y una cultura ciudadana que no las alimente cada día con sus desperdicios: las ratas, al igual que las cucarachas y otras faunas, viven felices a costa de la ineficiencia ecológica humana.
Los métodos de control convencionales con que tratamos de mantener sus poblaciones a raya —es decir, apenas como para no verlas en las calles— cada vez son más contraproducentes. De hecho, el uso de venenos o la cacería activa actúan como factores de selección, haciendo que las sobrevivientes (las ratas siempre son femeninas, lamentable rasgo de discriminación) sean cada vez más inmunes a los humanos, como cuando usamos mal los antibióticos. ¿Han leído de las superbacterias?
Tratamientos anticonceptivos, cebos hormonales, sistemas de ultrasonido, métodos caseros o trampas sofisticadas han demostrado ser muy poco eficaces, por lo cual la preocupación por el control efectivo de las poblaciones de roedores urbanos crece, pero poco se hace: las administraciones invierten en líneas telefónicas calientes para detectar puntos críticos e intervenirlos de manera coyuntural, ofreciendo soluciones que apenas duran unos días. Además, las ratas expulsadas de un lado migran hacia otro vecindario, donde fácilmente se reacomodan. Los investigadores reclaman a las autoridades apoyo para afrontar el problema de la única manera que puede hacerse, es decir, con ciencia. Destacan cómo nuestro conocimiento de la ecología de las ratas urbanas es muy pobre, pese a ser nuestras vecinas silvestres más cercanas… y peligrosas. Es indudable que requeriremos invertir en serio en la comprensión de los riesgos que trae el crecimiento de una especie que, a la sombra de la demografía humana, debería estar interesada en conservarnos, pero lamentablemente no poseen esa cualidad: un detalle que algunos animalistas no consideran con suficiente profundidad.
Mientras esperamos que los roedores (masculinos acá, por equidad) constituyan su ministerio de protección de humanos, vale la pena recordar que la fábula del flautista no es una historia sanitaria, sino política: o financiamos la ciencia, o los niños no retornarán.
Coletilla. Rechazo total al ataque vil de Hamás. Ninguna forma de terror es aceptable.
