Con precisa regularidad electoral aparece la polémica sobre el posible aprovechamiento de los chigüiros en Colombia. Sin negar que es realmente un roedor muy simpático (los cerditos, los terneritos, los pollitos, las cabritas no lo son menos), ello no lo convierte en un símbolo de paz ni especie emblemática de las resistencias telenovelescas a la gestión adecuada de la fauna silvestre. La especie, abundante en toda Latinoamérica, donde se le caza con todas las de la ley, ni de lejos está amenazada de extinción, y cuando hay problemas de reducción de poblaciones, como en algunos lugares de Casanare o Arauca, se deben a la desecación de humedales y transformación de los usos del suelo, especialmente para sembrar arroz: una paradoja, pues tenemos exceso de cereal gracias a los subsidios irresponsables a los fertilizantes y agroquímicos; tenemos paro de productores por precios bajos y un desastre ambiental emparejados que no llaman la atención de la ministra de Ambiente, que curiosamente se desmarca de las tradiciones culturales de consumos sostenibles de fauna. A ver si se prohíbe el consumo de cuyes a cambio de votos o se animan a controlar el exceso de cabras que tienen devastada a La Guajira.
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Nuevamente hay una falacia en los planteamientos simplistas con los que se busca atraer simpatía por políticas totalmente carentes de sustento científico y que, de consolidarse, son más amenazantes que las condiciones del uso sostenible, definido por el establecimiento de cuotas de aprovechamiento. La u Nacional de Colombia y el Instituto Humboldt han aportado suficiente evidencia para ello, sugiriendo que, de no hacerse por la vía legal, la cacería, que siempre se ha realizado para controlar explosiones poblacionales que compiten con la ganadería, se encargará de vaciar el territorio de fauna silvestre; todo lo contrario a los mensajes que circulan por las redes para “defender el animalito”. Ojalá los científicos y los institutos de investigación participen del debate, porque el silencio también se convierte en aprobación tácita de una visión sin fundamento que resulta perjudicial a la dinámica de los ecosistemas. Si de verdad pensamos en la sostenibilidad, es indispensable adoptar comportamientos donde la muerte sea reconocida como una parte esencial de la renovación de la vida, y el hecho de que la carne y piel sea comercializable (lo que de verdad les pica) no le quita un ápice de fundamento.
El compromiso animalista está resultando en un desastre mayor en todos los frentes, incluyendo las decisiones nunca ratificadas del control de hipopótamos, o las dificultades inmensas para modernizar las políticas de fauna silvestre que son aprovechadas por los traficantes para continuar con su contrabando. Todos los países donde la presencia humana ha reconfigurado los territorios silvestres están obligados a asumir la gestión inteligente de la fauna silvestre que, protegida deliberadamente o capaz de adaptarse a los nuevos espacios, puede generar graves amenazas a la integridad ecológica. Es el caso de los venados y los jabalíes en todo el mundo, por no mencionar las invasoras foráneas, capaces de comerse todo de no tomar cartas en el asunto. Si realmente queremos restituir espacios donde se garantice la vida de todos y cada uno de los animales con que compartimos el planeta, no queda más que renunciar, como especie, a estar presentes. Hay que reiterarlo una y mil veces: aquello que llaman “naturaleza” muchas personas no es un parque temático, es el escenario duro y puro de la evolución biológica, donde nosotros tenemos un papel muy serio que jugar.