Cuando hacía biología de campo siempre me cruzaba con personas que indagaban por “las esmeraldas” o por “el oro” que indudablemente estaba buscando, oculta tras el disfraz conveniente de la colectora botánica o entomológica. Al fin y al cabo, la presencia de “foráneos” en las regiones de Colombia adonde nadie más iba, incluido el Estado, siempre se debía al saqueo. Y en el campo tod@s somos foráneo@s. También leí a Galeano y aprendí el significado de la palabra extractivismo, asociada con el colonialismo y el mito del Dorado, la más perniciosa aventura con la que una civilización acorraló a otras por siglos, derivada a su vez de minerías ancestrales, no menos sanguinarias, y leyendas que hicieron su camino por la Ruta de la Seda. La codicia, parte de la trágica condición humana, se cubre de joyas, a menudo sin importar la historia: la “fiebre del oro” sigue siendo real, acá y en Alaska, y conozco las dragas del Inírida, la locura de Naquén y Taraira en las distantes fronteras colombo-brasileras, y el desastre del Arco Minero venezolano, de proporciones cataclísmicas. También he caminado entre las lagunas salinas de Manaure y de Maras; el cráter de Cerrejón; las montañas horadadas de Puracé, Santurbán y el altiplano cundiboyacense; los mármoles de Río Claro y Villa de Leyva, y por toda clase de canteras, areneras y gravilleras. Por años he promovido y disfrutado la espeleología, visitando ríos subterráneos que conectan paisajes insospechados, a riesgo de disolverse con la extracción irresponsable de calizas. Conocí Río Quito; el barequeo; las historias de guerra en Muzo, Segovia y el Bajo Cauca; las canteras abandonadas y hoy florecidas con las que se construyó Estambul desde tiempos inmemoriales. He leído acerca de las masacres del coltán en el Congo y del jade en Myanmar. Y me quedo, para el ejemplo, con la imagen de un niño de 10 años empujando una carretilla con arena blanca en una “cantera” que picaba con su familia en la frontera entre Boyacá y Santander para venderla a una volqueta que cada semana pasaba y la compraba por nada para hacer vidrio en Zipaquirá. La esquizofrenia total, la pobreza extrema, los abusos inmemoriales hilvanados por el hilo de la miseria… La extracción de minerales siempre resuena a esclavitud e injusticia, insostenibles, insoportables.
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La experiencia de la extracción ilegal de minerales me convenció hace mucho de la importancia de la minería como actividad legal y por eso, como ecóloga, les temo menos a las transformaciones del paisaje, a menudo asociadas con la actividad, que a sus eventuales efectos ambientales; considero que debemos y podemos prevenir, mitigar, compensar o remediar al máximo de nuestras capacidades esos efectos, pero sin perder de vista que los humanos necesitamos minerales y somos constructores de territorio, lo que implica ser capaces de manejar su transformación dentro de parámetros más funcionales que sólo estéticos e ideológicos. Y de frente lo digo, consciente de la existencia de actividades extractivas muy inadecuadas en Cesar, en Pisba, en Puerto Inírida, en Segovia, en Quibdó: la mayor parte de las resistencias a la minería legal provienen de la combinación de i) evidencias de accidentes o malas prácticas, innegables pero frecuentemente mal referenciados o distorsionados; ii) la construcción de imaginarios y narrativas simplistas acerca de la estabilidad y funcionalidad de los ecosistemas y la cultura, expresados en el uso intencional y medido de imágenes o testimonios de comunidades en aprietos; iii) requerimientos técnicos imposibles de aplicar para afrontar la incertidumbre, todo ello cosido por la convicción de que no hay espacio legítimo o conveniente para que operen las empresas y el capital privado.
También reconozco que si no se hace mejor minería es por la complicidad funesta que se establece entre algunos inversionistas y los políticos (a menudo los mismos) y sus funcionarios amangualados, que como parásitos prefieren sacrificar la democracia, las instituciones y a su gente a cambio de cargos y prebendas. Sin embargo, no es algo generalizable y también se consigue arengando contra la minería, una presa fácil del populismo que ciertos “asesores” comunitarios ya saben manejar perfectamente con criterios más mafiosos que de interés público y quienes prefieren sacrificar las ganancias que podrían llegar de proyectos bien hechos para favorecer a los mismos jóvenes que hoy votan cándidamente por “sus representantes”. Bienestar de hoy (para el clientelista), hambre del mañana (para sus propios electores), como diría Julio Carrizosa, un conflicto creado y soportado por medios amarillistas e igualmente veleidosos, con los que se pretende enfrentar la mercadotecnia, inapropiada también, de una minería quirúrgica y casi sobrenatural; un problema de propagandas enfrentadas y mal abordadas por el debate político.
Fui a Cogua porque creo que es muy factible extraer la gravilla de las planicies aluviales del río Neusa con saldo positivo para Bogotá y el mundo, y a la vez construir el paisaje local del futuro inmediato, con agua, biodiversidad y bienestar. Sí, ello implica cambiar la imagen del territorio y mirarlo con otros ojos, a otros plazos, con sacrificios y beneficios durante el proceso. Me fui de la audiencia sin hablar porque si bien respeto el apego a los árboles, a los ríos y la tierra, también acepto que se corten unos y se siembren otros, se sequen unos lagos y se creen otros, se deshagan montañas y se creen otras, como se ha hecho en muchas partes para el bien compartido, y creo que se puede hacer bien, un mensaje que en esa instancia a nadie interesaba escuchar. Respeto y promuevo el uso de la ciencia cuando se lanzan advertencias de los efectos probados o potenciales (riesgos) de esas transformaciones, pero disputo por igual su uso interesado contra instituciones o empresas, y cuestiono las narrativas incompletas, las descalificaciones y la construcción deliberada de conflictos donde se podrían concebir proyectos de mutua conveniencia con un diálogo transparente, que obviamente no se está produciendo en las audiencias públicas. Ningún sentido tiene apelar a una consideración serena de un proyecto si ciertos activismos, importados o coloniales ellos también y a menudo disfrazados de solidaridad, solo participan para sembrar desasosiego y cosechar tempestades. El mal uso del principio de incertidumbre, por ejemplo, amenaza sacrificar iniciativas (no solo mineras) relevantes para la sociedad, sólo porque unas pocas personas fingen participar en una conversación que aparentemente promueven, pero en donde ni hablan ni dejan hablar. Bienvenido por ello Escazú, es hora de hablar en serio de equidad y bienestar compartido, y no solo de miedo y ruptura social; bienvenidas las propuestas de mejorar la gobernanza de los recursos minerales en industrias extractivas que no deben ser extractivistas, la modernización tecnológica y la operación de las empresas con calidad, así como el respeto a las comunidades mineras, campesinas o urbanas, donde nunca hay que confundir vivir sabroso con la idealización de la precariedad.
Concluyo, abusando de la generosidad de El Espectador, con mi propia declaración de intereses, entonces: trabajo, siempre desde la academia, nunca con ánimo de lucro, como consultora y consejera de empresas mineras, del gremio y de grupos de actores, incluso comunitarios, quienes ven en las actividades extractivas proyectos donde los impactos ambientales y sociales negativos son sustituibles por una visión compartida de la sostenibilidad de los territorios, con plenas garantías a los derechos humanos y de las demás especies, y con la convicción de que es factible extraer el oro, el cobre, el carbón siderúrgico, lo que se requiera del térmico mientras lo cancelamos del todo, las esmeraldas, la cal, la arena, la gravilla, la arcilla y la piedra que necesita este mundo en permanente reconstrucción, para no hablar de la manida transición.
Si es necesario revisar una y mil veces la minería, bienvenido sea; incluso la discusión de un país sin ella, para eso es la ciencia, para hacer escenarios. Pero que estén completos, no a la medida de nuestro miedo, nuestros prejuicios o nuestros egos.