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Necropopulismo

Brigitte LG Baptiste

24 de abril de 2025 - 12:05 a. m.

La situación de derechos humanos en las zonas dedicadas a la extracción ilegal de oro es crítica: no hay garantías para nadie y los actos de reclutamiento forzado de menores, esclavitud de migrantes o servidumbre sexual se aceptan como parte de las dinámicas requeridas para que algunos pocos eventualmente se enriquezcan a partir del control paraestatal del territorio. En el bajo río Nechí no hay un solo minero ancestral o tradicional, por ejemplo, y más del 80 % del oro que se extrae se hace de manera ilegal, no propiamente con bateas o pequeños entables: florece un bosque de dragas y maquinaria amarilla que hace parte de un espejismo de prosperidad, ya que “las retros” y toda la parafernalia adicional paga IVA y se nota en el PIB; llega legalmente, como la harina y el aceite. Proveedores de combustibles instalan estaciones, la cerveza fluye. Descaradamente ilegal, esa explotación es defendida por algunos como parte del “derecho al trabajo”, obviamente sin garantías, porque por allá “no pega” ninguna reforma laboral, da risa. Incluso se han hecho paros de gran impacto aduciendo que la formalización es un atentado contra el pueblo, pues arrebata una parte de sus ganancias para financiar “la inoperante burocracia”, que, es cierto, a veces requiere algo de sana rebelión. Pero ese pueblo vociferante no pareciera ser más que el proletariado de mafiosos que invierten miles de millones de pesos en tecnologías tóxicas, recibiendo migajas de un sistema basado en la administración de la muerte: la necropolítica, como la llamó Achille Mbembe, paradójicamente para criticar al capitalismo postcolonial, se convierte en necropopulismo, pues se basa en hacer aparecer lo ilegal como informal con la amenaza de las armas.

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Al momento de escribir esto, más de 100 dragas sin ninguna autorización operan en las planicies aluviales del bajo Cauca antioqueño, construidas frente a los ojos de todo el mundo. Se complementan con docenas de precarios entables de buceadores que mueren como moscas entre el fango, aunque cuando sobreviven pueden obtener, quién sabe si disfrutar, una recompensa significativa. El mercurio circula con abundancia por los cuerpos de todo el mundo, incluida la biodiversidad, aunque la expectativa de vida de la gente probablemente nunca permita que lleguen a expresarse sus efectos; será una herencia para eventuales pobladores del futuro, si es que el territorio se logra regenerar. Al final, es muy peligroso identificar lo informal/ilegal con la economía popular, sobre todo cuando evidenciamos las grandes estrategias mafiosas que utilizan ese disfraz para construir fingidos imperios distributivos: no tiene presentación la delincuencia organizada como generadora de “empleo” o “proveedora de seguridad” aduciendo que “las élites” no dejan otra oportunidad. Así, simplificando, emerge el Estado mafioso, con tantos regímenes tiránicos que llenan de sentido el título de esta columna.

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La ilegalidad poco espacio tiene para legitimarse como informalidad creativa y fuente de acción reformadora; a menudo solo implica un cambio de manos del botín de recursos, la perpetuación de la insostenibilidad y la generación de más injusticia, pese a la imaginaria lectura de que con ello se resuelve la peste del extractivismo. Nuevos dueños con nuevas narrativas no significan nuevas estrategias, mucho menos renovación: se equivocan quienes le apuestan, a pasar de la necropolítica, al necropopulismo.

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