Si bien antes de 1960 se había discutido la necesidad de considerar ciertas áreas del territorio nacional como “de especial interés” por sus cualidades paisajísticas o bioculturales, fue solo hasta ese año cuando se creó oficialmente el primer Parque Nacional en la “Cueva de los Guácharos” en el departamento del Huila, adscrito al Ministerio de Agricultura. Curiosamente, la Serranía de La Macarena había sido reconocida desde 1948 como “reserva natural nacional por la Ley 52 de la República de Colombia” por iniciativa del ministro de Salud de entonces, quien también promovió la Estación Biológica José Jerónimo Triana, poco recordada, dentro del Instituto de Enfermedades Tropicales Roberto Franco, también fenecido. Su objetivo, entre otros, era estudiar la fiebre amarilla en condiciones silvestres pues, según el acto legislativo, la región carecía de presencia humana, uno de los ejes de la controversia contemporánea acerca de la conservación: ¿cuál es el nivel aceptable de injerencia antrópica para hacer compatibles los regímenes de la evolución biológica con la cultural? Hoy en día reconocemos que la serranía hace parte del territorio ancestral del pueblo jiw, al borde de la extinción, desplazado por colonos sin tierra provenientes del interior del país y financiados por una paradójica combinación de fuentes deforestadoras que acabaron combinando ganaderías con coca, protegidas por ejércitos privados.
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Para 1968 sería creado el Inderena con la misión de administrar los “recursos naturales”, lo que incluyó nuevos parques como Puracé (1961/1968) y Tayrona (1964/1969), y, con posterioridad a la emisión del Código de Recursos Naturales (Ley 2811 de 1974, vigente), el resto de las 65 áreas con las que hoy cuenta el país: cerca de 19 % del su territorio continental y marino, aunque lejos del 30 % comprometido en el Convenio de Diversidad Biológica. La historia de los parques nacionales es épica, sin duda alguna, y pertenece a un capítulo especial del ordenamiento de un territorio donde los conflictos de propiedad y uso del suelo han sido una constante y donde se han combinado visiones estéticas, a menudo coloniales, con el reconocimiento utilitarista pero indispensable de los servicios ecosistémicos, que incluso valoran el mantenimiento de procesos biológicos evolutivos que operan a escalas geológicas de tiempo no replicables por los seres humanos. Las reservas biológicas de Nukak y Puinawai, cada una con un millón de hectáreas sobre la cuenca del río Inírida, nacieron en 1989 de esa perspectiva, en contraste con los Distritos de Manejo Integrado (DMI), más recientes, que reconocen legitimidad a ciertas comunidades que habitan territorios de alto valor global de biodiversidad.
La protección y manejo de los parques naturales, pese a todo, aún se ve amenazada por las agendas de la ilegalidad, pero paradójicamente también de la reforma agraria, como lo demostró esta semana el nuevo proyecto de decreto del Ministerio de Agricultura que ofrece adquirir y entregar tierras a campesinos en áreas protegidas, así la ministra Carvajalino haya salido a desmentir los cuestionamientos hechos a la propuesta. Esperemos que la noción de parques con la gente, tan querida en el pasado, no signifique ahora titulación populista y producción de alimentos disfrazada de conservación comunitaria (que existe en otros contextos), basadas en un conocimiento ancestral difícil de cotejar. Aun así, en medio de tantas paradojas, hay que celebrar y felicitar a funcionarios que incluso han dado su vida por la conservación y pensar en las mejores formas de proteger el patrimonio silvestre de tod@s l@s colombian@s para que llegue a su primer siglo de vida en 2060. ¡Larga vida a los parques nacionales!