En la lotería climática, ganarse un huracán no es precisamente un premio. Pero, como en todos los casos de destrucción masiva, sus efectos proveen la oportunidad de aprender y rehacer las cosas de manera diferente: ese es el significado de la palabra adaptación. Para el archipiélago colombiano, un momento coyuntural de su historia; para el resto del país, una potencial lección de ecología que nos ayuda a discutir los parámetros básicos de la sostenibilidad. El primero, que ninguna isla es sostenible y la conectividad sistémica es lo que define los umbrales funcionales y las posibilidades de transformación de cualquier territorio.
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En la lotería climática, ganarse un huracán no es precisamente un premio. Pero, como en todos los casos de destrucción masiva, sus efectos proveen la oportunidad de aprender y rehacer las cosas de manera diferente: ese es el significado de la palabra adaptación. Para el archipiélago colombiano, un momento coyuntural de su historia; para el resto del país, una potencial lección de ecología que nos ayuda a discutir los parámetros básicos de la sostenibilidad. El primero, que ninguna isla es sostenible y la conectividad sistémica es lo que define los umbrales funcionales y las posibilidades de transformación de cualquier territorio.
Si fuese por la biocapacidad de las islas, estudiada en Filipinas o Indonesia, dos grandes Estados archipelágicos del mundo, entenderíamos que no solo el tamaño importa (por eso Australia no es considerada isla sino continente), también las condiciones y premisas de manejo de la oferta ambiental. Cuba reacciona al bloqueo con una estrategia agroecológica y biotecnológica ejemplar, pero no le alcanza: aún requiere petróleo, comercio y turismo decente. Igual Japón, lleno de tifones y terremotos, aunque con un océano más generoso. Otras islas compran tierra y mueven miles. La noción de capacidad de carga es por ello una de las más debatidas en ecología y de las menos útiles si no se considera la cultura y sus intercambios como el mecanismo mediador por excelencia de la adaptación: cuánta gente “cabe” en un territorio o, en su defecto, en el mundo, nuestra isla cósmica, depende del “cómo”: basta mirar esa maravilla de convivencia que es el Islote, en Morrosquillo. Ni el genocidio, ni expulsar población o construir muros, los trucos más antiguos de los dictadores, valen.
Para naciones caribeñas como Barbados, asolada también por huracanes, el COVID-19 ya ha significado llegar al borde de sus posibilidades: sin turismo, colapsan. Llegará el alivio de las vacunas pronto, pero habría que preguntarse si será que retornando a la comunicación con veleros, como propone Greta Thunberg, construiremos sostenibilidad. Me late que lo harán flotas de buques y aviones alimentados con hidrógeno, no la nostalgia y la cultura de los 30 minutos, clave en ciudades, letal en islas. Y serán los satélites y las nuevas tecnologías, alimentadas de metales bolivianos, las que generen la conectividad informática que se requiere para un mundo que ya cedió su estabilidad climática a la incertidumbre, un trance en el que seguiremos siendo locales, pero sin posibilidad de escondernos en esas pretendidas islas personales o tribales inventadas.
La sostenibilidad requerirá diseño, propósito, emprendimiento. No emergerá espontánea, ni tampoco se construirá con lemas o premisas simplistas: necesita gobierno y nuevas capacidades, otra educación, reorientar las inversiones, el uso de las tecnologías: hasta el Principito riega sus rosas. Más allá de los códigos de construcción “antihuracanes”, reorganizar el poblamiento, la producción básica en el mar (no hay espacio en tierra), el comercio y sus huellas, los servicios en la nueva Old Providence, ese lugar tan propicio para pensar el paraíso sin la complejidad que se requiere para mantenerlo.
Hoy Colombia reacciona y abraza su archipiélago, se compromete con su reconstrucción. Ojalá no la de la vulnerabilidad. La primera palabra, de los raizales. Pero las preguntas a responder serán las mismas; las respuestas, ojalá radicalmente diferentes.