El fin de las corridas de toros, que en algún momento llegaron a ser consideradas “fiesta”, corresponde al proceso lento de transformaciones culturales asociadas con valores, tanto materiales como simbólicos, que emergen o se debilitan en cualquier sociedad. La confrontación pública entre un toro criado específicamente para el espectáculo, la parafernalia teatral, la arquitectura circense, la actuación y el ropaje de luces se convierte en un conjunto de hábitos del pasado con los cuales muchas ya no queremos ser identificadas. Como la caza de ballenas, aceptada y celebrada en su época. Escuché con atención a Cesar Rincón hace unos días en la radio, con el ánimo de entender el ritmo y efectos de una transición que, aunque suene raro, nos podría enseñar algo acerca de los retos del cambio social y ecológico que la humanidad debe producir para dejar atrás la civilización del petróleo sin autodestruirse, especialmente porque en las prohibiciones aparece un elemento moral que, al usar la censura, adopta una nueva subjetividad, y con ello, elimina la posibilidad del ajuste histórico.
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Tiene razón el reconocido torero cuando habla de su arte: hay un hecho estético fundamental detrás de las corridas, incluida la sangre, que corresponde a la creación subjetiva de sentido a través de un complejo ritual. Cultura. Que ya no resuene entre las nuevas generaciones, ni siquiera como industria del espectáculo, es otra cosa. Y es por eso que la argumentación del derecho a mantener las corridas como desarrollo de la personalidad, patrimonio cultural o acto de conservación biológica de una raza de toros se desmorona: todo acaba siendo parte de un argumento circular y tautológico en donde las partes debaten tratando de aportar cierta racionalidad a algo que es totalmente irracional, un espectáculo colonial que espanta la sensibilidad contemporánea, y que hoy se rechaza como señal de una voluntad de ser distintos, donde el arte se esfumó.
Paréntesis: la extinción del toro de lidia no es un problema ecológico de pérdida de biodiversidad, como no lo sería la de ninguna raza de perros, por ejemplo, dado que son creaciones genéticas humanas que vienen y van como producto de la voluntad. No le dedicaría un suspiro a la pérdida de los french poodle: las variedades dentro de una especie, producto del ingenio domesticador, son configuraciones efímeras dentro de un universo genético que es el que importa preservar.
Lo taurino se habrá de diluir, ojalá con solidaridad, en el flujo de sus propias transformaciones y que les aficionades les compensen, sería lo justo. La memoria histórica hará el resto. El punto que deberemos siempre agradecer a la taurofilia, sin embargo, fue su modo de presentación de la muerte (del animal o el torero) ante los ojos del mundo como un hecho incuestionable, contundente, diferente al modo de la guerra o de las pestes: si hoy matamos para comer, o cazamos y pescamos, habría que volver a mirar todos los animales a los ojos para agradecer su existencia, reconocer su dignidad, valorar la extraña sinergia de la cual acabaron haciendo parte con nosotros. Si hemos de intervenir en el mundo, un hecho inevitable asociado con habitarlo, es reconociendo el acto desafiante que ello implica, nunca más como una corrida, una confrontación a muerte. El modelo del héroe masculino que domina la naturaleza ya no funciona, y entramos poco a poco en la era del cuidado integral, de una convivencia consciente que entiende la muerte como un hecho ecológico transformador y construye sus propios rituales para resignificarla.