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Uno de los resultados del sistema de ordenamiento territorial en Colombia es que centenares de decisiones acerca de la construcción están en veremos debido al prurito que, con razón, se creó en un momento de la historia con relación al “volteo de tierras”. Lamentablemente, el remedio está siendo peor que la enfermedad, pues innumerables proyectos urbanísticos propuestos con todas las de la Ley e, inclusive, con perspectivas innovadoras de gestión del agua, energía, residuos y biodiversidad, están estancados o solo se “destraban” en la corrupción. Pero lo que se estanca también se pudre, afectando la producción de vivienda, con todas sus consecuencias en las cifras de la economía y la producción de hábitat. De manera paralela se discute la creación de “territorios agroalimentarios” como mecanismo de salvaguarda de la producción de comida bajo los parámetros de nuestras culturas campesinas, una apuesta para proteger modos de vida, la salud del suelo, los servicios de los ecosistemas y la soberanía nutricional de los colombianos, lo que llevaría a la aparición de un nuevo tipo de determinante en el ordenamiento, que vendría a sumarse a las áreas protegidas o de conservación, el esqueleto de la seguridad ecosistémica del país. A todas estas iniciativas se suman las áreas de reserva especial minera, que delimitan la actividad extractiva, para beneficio de la seguridad inversionista que se requiere para desarrollarlas: no se aprovecha el cobre o el oro de las profundidades con pequeños proyectos artesanales.
El panorama arriba descrito es, paradójicamente, una representación del caos de gestión territorial que se está produciendo justo cuando la conciencia de las condiciones materiales y simbólicas del mosaico de regiones que es Colombia vuelve para enriquecer la conversación acerca el exceso de centralismo que hemos padecido, pero que si se transfigura en lo opuesto acaba creando naciones independientes en cada vereda o barrio del país. Juntas de Acción Comunal soberanas enfrentando narcotráfico, todo el mundo bloqueándose en las vías para garantizar su identidad y forma idealizada de gobierno. Una caricatura, sin duda, pero una manera de llamar la atención acerca de las tensiones crecientes entre sectores sociales y de la economía que buscan que su visión del territorio sea considerada y respetada… por encima de las demás.
Un país es inviable si cada ministerio construye un mapa acorde con la visión sesgada de sus intereses. El llamado a la integralidad no está operando, porque hay múltiples Estados (y paraestados) peleando por el territorio donde, si unos siembran árboles, otros los cortan de inmediato para poner más vacas, y donde se requiere cortar árboles se congela la tierra porque para otros su “madre naturaleza” tiene prelación. Hubo un tiempo en que operó la Comisión de Ordenamiento Territorial y avaló las leyes que hoy nos rigen. Hoy más que nunca es indispensable que retorne con todas sus capacidades: nadie está en contra de ordenar el territorio “en torno al agua”, pero el SINA ha demostrado que el reto le supera. El territorio, urbano y rural, que alberga a todos por igual, está siendo congelado tanto por actores formales como informales e ilegales (cada vez más violentos). Seguir fracturándolo no tiene ningún sentido, lo que hay que hacer es gestionar con criterios sociales y ecológicos su sostenibilidad, ojalá tomando distancia de las discusiones simplificadoras con que algunas personas aparentan liderazgo en ello o pretenden ejercer autoridad.
