Para Dairon, quien como nadie nos enseñó a gozar la selva…
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Cada vez que alguien clama por la necesidad de recuperar la “educación en valores”, tiemblo, pues detrás de las buenas intenciones frecuentemente medran perspectivas autoritarias, o como mínimo, disciplinantes: los valores de los que se habla son particulares y deberían ser “enseñados” a los demás para hacer del mundo un mejor lugar, siempre en el pasado. De ahí la concepción de la escuela como campo de entrenamiento, y de allí la inmensa tristeza de mucha gente que crece bajo la sombra de una alegría inyectada a la fuerza que crea inmunidad a una personalidad crítica y despoja de sentido el proyecto de vida. Por supuesto, no es que se pueda vivir sin valores, pero las diferencias… hacen la diferencia.
Mucho se argumenta acerca de la importancia que tienen la flora, la fauna y los microorganismos, silvestres o domésticos, organizados en diversos arreglos ecosistémicos, silvestres o no, en el bienestar de las personas. Los valores asociados con la vida no humana o que guían las decisiones de los modos de relacionamiento configuran las diversas ecologías políticas del mundo que se expresan como territorios o paisajes y se nutren obligatoriamente (pero no inexorablemente) de la experiencia ancestral y colectiva para definir comportamientos, sistemas de derechos, responsabilidades, gobierno: ¿Me puedo comer todos los animales de mi entorno? ¿Cuáles son los umbrales de deforestación que permiten vivir bien? ¿Es adecuado, permisible acaso, defecar en el agua que beben mis vecinos? ¿Tienen derecho los ríos, los palmares o las cucarachas a participar de los gobiernos? ¿Son las mascotas hij@s peludo@s de familias disfuncionales? ¿Es negociable la estructura de un paisaje? ¿Cuáles son los valores que deben guiar nuestras relaciones ecosistémicas?
La importancia contemporánea de la biodiversidad ha sido reconocida, muy parcialmente, a partir de valores monetarios, lo cual ha limitado en extremo la toma de decisiones equilibradas dado que la mayor parte de los seres vivos no participa directamente en los circuitos de mercado: la complejidad de los sistemas socioecológicos no se puede reducir a intercambios de dinero. Diversas disciplinas han promovido mecanismos alternativos para esta valoración y otras perspectivas más culturales y políticas han propuesto metodologías que están siendo evaluadas a escala global por la plataforma de biodiversidad y servicios ecosistémicos IPBES, que presentará sus resultados a finales de junio, en Bonn, ante sus casi 140 países integrantes.
Sabemos que no hemos valorado apropiadamente la biodiversidad y sus contribuciones al bienestar; atestiguamos el colapso de los sistemas de soporte vital. La tragedia es que la tarea, como todas aquellas que provienen de la reflexión humana, está sustentada en nuestra limitada capacidad de entendernos y proyectarnos en el mundo. Y si bien la preservación de la vida en la Tierra es la causa más importante de nuestros tiempos, a mi pesar creo que nos dirigimos hacia una sociedad de nuevo paradójica, en guerra por la vida: jugamos con un autoritarismo ambiental que germina ante la crisis de legitimidad de la institucionalidad y la ausencia de la educación creativa, asumiendo estandartes y lemas que la humanidad conoció en otros momentos y que, lamentablemente, justificaron la conversión del amor y la compasión en una cruzada. Espero estar profundamente equivocada.