Comienza a hablarse en el ordenamiento territorial de un concepto mucho más ambicioso que el de la vocación de uso del suelo, con la expectativa de definir, más política que técnicamente, su destino económico y cultural. Es una idea innovadora, que nos permite redefinir los determinantes ambientales rígidos, convertidos en “naturales” por la burocracia, sin ignorar las cualidades físicas, biológicas e históricas del territorio, entrecruzadas en su poblamiento. A ver si avanzamos respecto al modelo USDA (Departamento de Agricultura de los Estados Unidos) que definió en 1986 la capacidad de uso de la tierra con base en el potencial productivo comercial del suelo, donde la conservación es, obviamente, la última alternativa. Grave para el catastro y para el reconocimiento de los servicios ecosistémicos.
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Comienza a hablarse en el ordenamiento territorial de un concepto mucho más ambicioso que el de la vocación de uso del suelo, con la expectativa de definir, más política que técnicamente, su destino económico y cultural. Es una idea innovadora, que nos permite redefinir los determinantes ambientales rígidos, convertidos en “naturales” por la burocracia, sin ignorar las cualidades físicas, biológicas e históricas del territorio, entrecruzadas en su poblamiento. A ver si avanzamos respecto al modelo USDA (Departamento de Agricultura de los Estados Unidos) que definió en 1986 la capacidad de uso de la tierra con base en el potencial productivo comercial del suelo, donde la conservación es, obviamente, la última alternativa. Grave para el catastro y para el reconocimiento de los servicios ecosistémicos.
El problema de la “vocación”, sin embargo, no es sencillo, porque depende de quién la define y cómo. Hay municipios o regiones enteras de Colombia que de ser selvas pasaron a bananales o palmares o cañaduzales, o de ser humedales a potreros o arrozales (cuando no barrios de invasión), con lo cual la discusión quedó aparentemente zanjada por los hechos del pasado. ¿Existe algo así como la vocación frustrada del territorio o es una imposición favorecida por ciertos grupos históricos, que en ocasiones han creado regiones virtuosas, en otras no tanto? ¿Existe la vocación pesquera y acuícola, por ejemplo, para designar la condición anfibia o se permite su eventual constitución a partir de la creación de patrones de inundación? ¿Existe la vocación ganadera, forestal o minera? Las antiguas guerrillas creyeron que los llanos del Yarí eran praderas “designadas por el destino” a la ganadería, mientras Tenjo y Tabio acaban de rechazar la posibilidad de contar con una vía moderna con la excusa de su vocación ecoturística, como si con ello se fuesen a librar de los malos gobiernos y del “volteo de tierras”, que provienen de la corrupción, no de la infraestructura.
Hay una larga conversación asociada con el concepto de vocación, pues existe el riesgo del autócrata que, como en la Colonia, traza las líneas, define las condiciones de producción y reparte el control, es decir, el poder, en el territorio. Lo bueno del debate es que permite la participación de la ecología como disciplina, no como religión: los paisajes pueden ser diseñados y hay más de un escenario plausible para invertir en su manejo bajo principios de sostenibilidad, de manera que las visiones, a menudo contradictorias, de los grupos de interés no terminen por convertir cada vereda en un campo de batalla. Hay funcionalidad ecosistémica y umbrales de cambio para gestionar, de manera que no terminemos con enclaves palmeros o industriales donde una sola empresa controla la mayor parte del territorio y quita y pone los alcaldes. En contraste, Vetas (Santander), que sin duda es un municipio aurífero, reconoce en la minería un uso preponderante comprometiendo una fracción del territorio, pues el resto fue designado como páramo protegido, en beneficio de terceros.
Territorios para la bioeconomía con conocimiento ancestral, como Putumayo, tienen todo el potencial para reconocer ese uso mayor, eventualmente complementado por la minería, con todas las salvaguardas, o la extracción petrolera en transición, además de algo de ganadería o, mejor, piscicultura y plantaciones forestales. Un mosaico sano, con producción de comida, minerales para la transición y vida sabrosa. La vocación del territorio, como la de la gente, no es un hecho dado e inflexible, pero tampoco una página en blanco donde todo se puede: manda la sostenibilidad.