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Cuenta el escritor español Manuel Vicent que en la década de los 80 tomó un tren de Liverpool a Manchester y que en el viaje coincidió con hinchas del club de Anfield que, en un “espectáculo de masas genuino y salvaje”, se fueron cantando a lo largo de los 50 km, la mayoría borrachos, algunos sacando las piernas por las ventanas de los vagones.
En ese tren se sudaba alcohol y había un movimiento a manera de espasmo colectivo provocado por la testosterona, recuerda el escritor. Lo que más llamó su atención fue que los hinchas, de tanto fulgor, no se dieron cuenta que el partido había comenzado, ni siquiera del pitazo final. El fútbol era otra excusa para beber y para viajar.
Los hooligans fueron uno de los tantos problemas para la conservadora Margaret Thatcher en la década de los 80. Hinchas vistos como animales y tratados como animales por la policía. Luego de la tragedia de Hillsborough (15 de abril de 1989), en la que 96 aficionados de Liverpool murieron casi que aplastados en una tribuna a reventar, el gobierno británico tomó medidas e implementó mecanismos para acabar con los hooligans. Y lo logró, al menos así lo hicieron ver con el nacimiento de la Premier League en 1992.
El diario The Sun, uno de los de mayor tiraje en el Reino Unido, publicó una crónica roja sobre Hillsborough en la que hizo ver a los hinchas de Liverpool como —acá vuelve la palabra— animales, incluyendo aberraciones como la de aficionados orinando cadáveres, otros violando una chica muerta y tantas cosas que no fueron corroboradas y que salieron de versiones oficiales.
Los sobrevivientes contarían más adelante que lo escrito no era verdad y que la policía era la única responsable por haber dejado entrar gente a una tribuna ya repleta, por haber impedido el ingreso de las ambulancias, por no hacer nada (solo una ambulancia, de las 44 que estaban a las afueras del estadio, pudo ingresar a la cancha).
Kelvin MacKenzie, editor de The Sun y afín a Thatcher, pidió perdón 15 años después justificado su actuar en el principio básico del reportero que busca a la fuente oficial para narrar el hecho.
Toda esta historia que acabo de resumir arbitrariamente en par párrafos la traigo a colación porque hace unos días El País Semanal sacó tremendo reportaje sobre los Ultras, los nuevos hooligans en Europa —por nuevos entiéndase desde 2016—, hinchas que ya no son los borrachos descontrolados, sino jóvenes expertos en artes marciales, organizados, con estrategias de ataque definidas y entrenados para ejecutarlas como si se tratase de un escuadrón de cualquier fuerza armada, jóvenes que odian el fútbol moderno y el sistema que lo rige.
Los nuevos Ultras, que no toman y tampoco se drogan, van vestidos de negro —si acaso portan una bufanda de su club— y están jerarquizados para tener un control de las peleas campales. Viajan a otras ciudades europeas con el objetivo de buscar una confrontación con la barra local y aumentar su prestigio. “No me importa mucho el resultado. Lo que me importa es que mi grupo tenga un enfrentamiento y demuestre que está a la altura”, dice un Ultra de Napoli citado en el reportaje.
Dependiendo de la afinidad ideológica hacen amistades con grupos de otros países, relaciones frágiles y cambiantes. Un día se juntan con unos para atacar a otros y luego esos otros son sus aliados, como en la política misma. La violencia, “justificada” en el fútbol.
Algunos de ellos estarán en la Eurocopa que iniciará el próximo 14 de junio en Alemania, donde las autoridades ya están en estado de alerta para evitar confrontaciones entre quienes, simplemente, no se quieren dejar domar. El fútbol se ha convertido en una excusa para desatar batallas con reglas por todo el continente. Lo que suceda en la cancha ya no importa tanto como el prestigio de estos hooligans modernos.
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