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Este fin de semana vi Casi Normales, el musical que se presenta los fines de semana en el teatro del Liceo Francés. Salí conmovido, con el corazón apretado y la mente llena de preguntas. Es una obra que duele, pero que hay que ver. Duele porque retrata, sin adornos, el impacto que una enfermedad mental puede tener en una familia. Duele porque muestra con honestidad el desgaste, la confusión y la culpa que viven quienes intentan sostener a alguien que sufre. Duele, sobre todo, porque en algún momento todos nos hemos sentido un poco “casi normales”.
La protagonista, Diana, vive con un trastorno bipolar que la lleva a navegar entre momentos de lucidez y oscuridad. A su alrededor, su esposo y su familia tratan de seguir adelante, de mantener una apariencia de normalidad que se desmorona con cada recaída, con cada recuerdo reprimido, con cada intento de tratamiento. El musical, versión en español de Next to Normal, es un espejo incómodo: nos enfrenta a lo que preferimos callar. Y al salir del teatro, uno se pregunta por qué seguimos hablando tan poco de algo que afecta a tantos.
Reconocer que los problemas de salud mental son enfermedades reales, y no rasgos de carácter o falta de voluntad, es el primer paso. Pero no basta con saberlo: necesitamos cambiar la forma en que los comprendemos, los atendemos y los acompañamos. En Colombia, las cifras son alarmantes. Según un análisis reciente sobre el ecosistema de salud mental del país la pandemia fue el gran punto de quiebre. Durante los primeros meses del confinamiento, el 68 % de los jóvenes entre 18 y 24 años en Bogotá reportó síntomas moderados o severos de depresión, y más de la mitad reconoció sufrir ansiedad. Las mujeres y los adolescentes fueron los más afectados, especialmente aquellos que vivían en condiciones de pobreza o inseguridad alimentaria.
Detrás de cada número hay historias concretas: adolescentes que dejaron de dormir, adultos que no encontraron palabras para pedir ayuda, familias que se sintieron solas frente a un sistema que no daba abasto. Y aunque el impacto de la pandemia disminuyó con el tiempo, sus consecuencias emocionales siguen presentes. La Procuraduría General de la Nación ha descrito el aumento de los suicidios como una “emergencia silenciosa”, mientras los servicios de atención continúan desbordados, con pocos profesionales, largas esperas y enormes desigualdades entre regiones urbanas y rurales.
El país, sin embargo, ha empezado a reaccionar. En julio se aprobó la Ley 2460 de 2025, conocida como Ley Integral de Salud Mental, que busca corregir décadas de subfinanciación y falta de coordinación. La norma crea una subcuenta exclusiva para financiar programas y garantiza el acceso directo a servicios psicológicos y psiquiátricos, sin remisión previa. También establece un observatorio nacional para mejorar la articulación entre sectores y reducir brechas territoriales. A la par, la Política Nacional de Salud Mental 2024–2033 propone un enfoque comunitario que reconoce la influencia de factores como la violencia, la desigualdad o la soledad en el bienestar emocional. Es un cambio profundo: la salud mental empieza a entenderse no solo como un asunto médico, sino como una responsabilidad compartida.
Desde la educación también llegan señales de cambio. La Ley 2491 de 2025 incorpora el desarrollo de competencias socioemocionales en todos los colegios, entendiendo que enseñar empatía, autoconocimiento y regulación emocional es también prevenir. A esto se suman iniciativas inspiradoras como la Línea 192, opción 4, que ha brindado atención psicológica gratuita a más de 18.000 personas, y Mentes Colectivas, de la Pontificia Universidad Javeriana, que acompaña en línea a jóvenes con ansiedad o depresión. En regiones afectadas por el conflicto armado, programas comunitarios como la Terapia Narrativa o el Unified Protocol muestran que sanar también es un acto colectivo.
Sin embargo, la mayor barrera sigue siendo el silencio. Todavía hay miedo a hablar, miedo a ser juzgado, miedo a ser “el raro”. Y ese miedo nos cuesta vidas. Hablar de salud mental no es un lujo ni una moda; es una necesidad. La obra Casi Normales nos lo recuerda de manera magistral. Nos muestra que no se trata solo de quien sufre directamente la enfermedad, sino también de quienes lo rodean: del esposo que calla, de la hija que se siente invisible, del hijo que no encuentra su lugar. Nos recuerda que la salud mental no es un asunto individual, sino familiar, social, humano.
Necesitamos empezar por lo más básico: hablar. Preguntar cómo está el otro, de verdad. Escuchar sin minimizar. Decir que algo duele. Buscar ayuda profesional cuando es necesario. Romper el estigma que nos impide reconocer nuestra vulnerabilidad. Porque estar mal no es estar roto: es estar vivo. Y mientras más hablemos, más fácil será tender puentes, identificar señales de alerta y acompañar con empatía.
Casi Normales seguirá en temporada en el Teatro del Liceo Francés Louis Pasteur del 10 al 13 de octubre. Ojalá muchos puedan verla. No solo porque es un musical de altísimo nivel, con actuaciones poderosas y música conmovedora, sino porque nos ofrece algo más valioso que un aplauso final: la posibilidad de mirarnos al espejo y comprender que nadie es completamente normal. Y que, en ese reconocimiento compartido de fragilidad, tal vez encontremos una forma más humana, y más sana, de estar juntos.
