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Dispositivos electrónicos: ¿En dónde quedó el cara a cara?

Camilo Camargo
29 de mayo de 2022 - 05:00 a. m.

En los últimos años, la tecnología ha logrado mantenernos conectados, nos da acceso a un universo de posibilidades, en nivel conocimientos y de personas, que en otro momento hubieran sido imposibles de contactar. Y, durante los aislamientos de pandemia, nos dejó continuar parcialmente con nuestras vidas. Gracias a esta, hoy podemos reducir miles de viajes, ya que para algunas reuniones nos replanteamos la necesidad de la presencialidad.

En temas educativos, la tecnología ha desarrollado múltiples habilidades en los estudiantes y les ha dado la oportunidad de aprender a aprender. En días pasados evidencie, por ejemplo, el encuentro de un autor con estudiantes a través de Zoom. Fue emocionante ver cómo los estudiantes le preguntaban sobre su obra y el proceso de escritura. Después los estudiantes hicieron carteleras virtuales en las que lograron mostrar de forma gráfica algunos de los mensajes que aprendieron en la sesión.

Pero, curiosamente, esta herramienta, que tiene tanto potencial de unirnos, está teniendo un impacto negativo en nuestro desarrollo socioemocional. Y los más afectados por esto son nuestros niños y jóvenes. Esta afectación se da básicamente en dos niveles. El primero, en una desconexión de la realidad y, el segundo, en una reducción significativa en habilidades como la empatía y la compasión.

Hagamos un recorrido por la vida de un niño o joven de esta generación. Probablemente, pasó horas en su infancia usando las pantallas como un chupo electrónico, mientras sus papás comían o hacían otras actividades. En otra generación, este niño hubiera participado de manera activa en conversaciones con los adultos y hubiera interactuado de muchas maneras físicas con pares, creando mundos y jugando de miles de maneras. A través de esas interacciones físicas con adultos y pares, desarrollaría habilidades de resolver conflictos, entender perspectivas múltiples y ver reacciones de las personas a sus comentarios y acciones.

Al crecer un poco, este joven tiene acceso a un celular a través del cual vive algunas de las interacciones más importantes de su vida. Por un lado, está chateando con cientos o miles de personas a través de aplicaciones como Snapchat, TikTok o Instagram. Está siguiendo a influenciadores con mensajes de todo tipo. Ve las “vidas perfectas” de muchas personas a través de sus fotos y gran parte de sus horas de descanso las pasa mirando banalidades en estas redes.

La mayoría de su vida social gira alrededor de su celular. Las grandes conversaciones de su vida ocurren por chat: la declaración de amor a alguien que les gusta, el comentario sobre un profesor, el chisme sobre un compañero. Todo esto a través de un dispositivo. Esas interacciones, que antes se daban de manera física, ahora son a través del dispositivo móvil.

Algunos dirían que esto es positivo porque permite acelerar la comunicación, pero cuando la interacción es a través de una pantalla, los jóvenes pierden la perspectiva del impacto que pueden tener sus comentarios, el tono de la conversación se malinterpreta en ambos lados de la pantalla, la inmediatez los hace tener reacciones reactivas innecesarias y, cuando hacen esperar a alguien con su respuesta, generan ansiedades que se pudieran evitar si volviéramos al cara a cara. El diálogo está dejando de ser importante porque quien escribe se concentra en lo que tiene que decir sin estar en sintonía con lo que el otro está sintiendo, ni tener la paciencia de esperar una respuesta antes de contestar. Si no le gusta la reacción o no quiere leerla ahora, simplemente guarda el celular y deja al otro esperando una respuesta. Es como si en el cara a cara le diéramos la espalda a nuestro interlocutor sin ninguna explicación tan pronto empezara a expresar lo que siente. Los dispositivos pueden conllevar a “conversaciones” súper egoístas y cero empáticas porque cada uno escribe cuando le parezca que lo debe hacer, en el tono inmediato que le pareció, sin detenerse un minuto a pensar en el otro.

Los dispositivos aliviaron a los jóvenes de esa acción tan incómoda algunas veces, pero súper necesaria, que es el “dar la cara”. Hoy dos amigos pueden estar en el mismo salón de clases y en lugar de resolver sus asuntos en el recreo de una vez, lo hacen por chat. Uno escribe tratando de solucionar y el otro lee y guarda y tan pronto sale a recreo corre para no tener que dar la cara. El otro se queda con la angustia de no entender qué pasa y saca conclusiones durante todo el día. ¿Y de quién lo aprenden los jóvenes? Adivinen. De nosotros los adultos. La situación que acabo de describir seguramente les parece conocida y muchas veces han evadido a un familiar, a un amigo o a un compañero de trabajo de la misma manera. Los dispositivos son perfectos para evadir y desentenderse de una situación.

No podemos enseñarles a los jóvenes a “solucionar” por ese medio. Tenemos que mostrarles el valor de hablar cara a cara y si no estamos en el mismo espacio físico, hablar por teléfono en tiempo real también da el poder de hablar cara a cara. Empecemos por decirles a nuestros hijos o a nuestros estudiantes, cuando nos manden un chat que mejor hablemos en la casa o en el colegio cuando lleguemos o llamémoslos inmediatamente. No dejemos las conversaciones importantes en un chat. Que el chat sea un recurso rápido cuando necesitemos arreglar un tema logístico como una recogida, pero no una conversación importante. Y esto no solo aplica para los problemas, sino para felicitar a alguien por un logro, preguntarle por su estado de salud, saludar por el cumpleaños. ¿Nos cuesta tanto llamar y saludar? Cuando los motivamos a resolver los problemas cara a cara y a conectar con alguien en tiempo real, les estamos ayudando a construir relaciones, a entender al otro y a ser entendidos, a solucionar ahora para saber ya qué está pensando el otro y así evitarles angustias y ansiedades innecesarias, a pedir perdón y a recibirlo, a no interpretar mensajes. Enseñémosles a nuestros niños y jóvenes a hablar de frente y de manera oportuna, y que cuando tengan algo que decirle a alguien lo aborden con confianza y sin ningún temor. A que cuando vean a alguien triste o feliz se acerquen y conecten, no a que manden un mensaje después de dos días. “Hola, hace unos días te vi triste en el recreo, ¿estás bien?”. Conectar los hará vivir libres de angustias, los hará vivir más tranquilos y seguros en su entorno.

La tecnología es y seguirá siendo maravillosa, pero el emoticón del pulgar levantado no nos puede dejar tranquilos después de que peleamos con alguien. Llamemos, reparemos, busquemos al otro. No puede ser que esta vida eficiente de la tecnología también vuelva eficiente las emociones. Esas no se aceleran con la tecnología. Por el contrario, esas tienen el riesgo a sepultarse con la tecnología si nos olvidamos de conectar en tiempo real, en el cara a cara.

 

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