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La felicidad es algo que buscamos como seres humanos. Sin embargo, con frecuencia ha sido entendida de forma parcial, lo que ha limitado nuestro acceso a una verdadera plenitud. En una columna anterior propuse que es momento de ir más allá de la búsqueda superficial de la felicidad para cultivar un bienestar profundo y sostenible. A partir del modelo PERMA de Martin Seligman —que incluye la positividad, el involucramiento, las relaciones, el sentido y el logro—, planteé que el verdadero bienestar no consiste en evitar el malestar, sino en desarrollar habilidades para enfrentarlo: resiliencia, regulación emocional, propósito. En un mundo que prioriza la gratificación inmediata y huye del esfuerzo, creo que debemos preparar a las nuevas generaciones —desde el hogar y desde la escuela— para que comprendan que el bienestar no siempre se siente cómodo, pero sí se puede desarrollar de una forma explícita a través de nuestras acciones diarias.
Hoy quiero profundizar en una idea que a muchos puede parecerles contradictoria: el malestar, la incomodidad, incluso el dolor emocional o físico que acompañan ciertos retos, no son enemigos de la felicidad, sino aliados invisibles en su construcción. La psicóloga Jill Schulman, en un reciente artículo publicado en Psychology Today, lo expresa con claridad al invitar a “abrazar lo incómodo” (embrace the suck), una frase tomada del entrenamiento militar que recuerda que lo difícil forma parte esencial del crecimiento.
La sociedad contemporánea nos ha vendido una idea de comodidad permanente. Todo está al alcance de un clic: comida, entretenimiento, respuestas, compañía. Hemos confundido el bienestar con la ausencia de esfuerzo. Pero cuando evitamos el malestar a toda costa, pagamos un precio: perdemos fortaleza interna, flexibilidad mental, e incluso sentido de logro. Nos volvemos más frágiles frente a las adversidades que inevitablemente trae la vida. El resultado no es mayor felicidad, sino una sensación crónica de insatisfacción y ansiedad.
Schulman lo explica desde la neurociencia: enfrentar desafíos activa áreas del cerebro como el córtex cingulado anterior y la corteza prefrontal, responsables de la toma de decisiones, la atención sostenida y la regulación emocional. Es decir, lo que nos incomoda también nos moldea, y al hacerlo, nos fortalece. En palabras simples: sin dificultad no hay desarrollo. Lo mismo que sabemos ocurre con el cuerpo al ejercitarse, ocurre con la mente y las emociones al enfrentarse a retos significativos.
Y aquí se conecta de nuevo con el modelo PERMA. La “P” de positividad no significa estar felices todo el tiempo, sino mantener una actitud constructiva, incluso ante lo incómodo. El “E” de engagement o involucramiento requiere salir del piloto automático y asumir actividades que nos exigen. El “M” de meaning o sentido suele encontrarse, precisamente, en atravesar experiencias difíciles que luego reinterpretamos como aprendizajes. Ninguno de esos elementos se desarrolla en la comodidad absoluta.
También hay una dimensión moral y colectiva en esto. Si educamos a nuestros hijos para evitar todo lo que incomoda —desde un profesor exigente hasta una conversación difícil o un deporte que no dominan— estamos formando personas con menos herramientas para vivir en comunidad, para amar con madurez, para sostener proyectos de largo plazo. El malestar no es solo personal; evitarlo tiene consecuencias sociales. Un niño que nunca aprende a tolerar la frustración puede convertirse en un adulto que abandona cuando las cosas se complican. Una generación que nunca experimenta incomodidad puede también ser menos empática con el dolor ajeno.
¿Qué podemos hacer, entonces, como adultos, educadores o líderes de familia?
Schulman propone tres claves prácticas que vale la pena traer al contexto latinoamericano:
- Cambiar nuestra mentalidad sobre el malestar. Dejar de verlo como señal de que algo está mal y empezar a entenderlo como parte necesaria del proceso de crecer, aprender y transformar. Esto no significa romantizar el sufrimiento ni promover la dureza por la dureza, sino distinguir entre malestar productivo y daño real.
- Buscar pequeñas dosis de incomodidad cada día. Hablar en público, pedir disculpas, aprender una nueva habilidad, recibir retroalimentación, hacer ejercicio. Retos voluntarios que nos saquen de la zona de confort y nos enseñen que podemos más de lo que creemos.
- Crear comunidades que abracen el esfuerzo. Ya sea en el aula, en casa o en entornos laborales, necesitamos círculos donde se valore el proceso, no solo el resultado. Donde se premie la perseverancia, no solo el talento. Donde no se sobreproteja, sino que se acompañe.
En mi experiencia como educador, he visto que los estudiantes que más crecen no son siempre los que tienen las calificaciones más altas, sino aquellos que han enfrentado dificultades —académicas, emocionales, familiares— y las han transformado en fuerza. También he comprobado que la incomodidad, cuando es contenida por vínculos de confianza y objetivos claros, se vuelve combustible para la autenticidad, la autonomía y la realización personal.
En este mundo lleno de atajos, tal vez el verdadero camino al bienestar no sea evitar lo que duele, sino atrevernos a transitarlo con coraje. La felicidad, entendida en su forma más madura, incluye la incomodidad. Porque solo cuando aprendemos a estar bien también en lo difícil, podemos decir que estamos realmente bien.
