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La obsesión del skincare: cuando la infancia se maquilla de adultez

Camilo Camargo

11 de septiembre de 2025 - 12:05 a. m.

En estos días, tuve la oportunidad de oír un podcast de Roberto Pombo sobre la cosmeticorexia, esa obsesión de niñas y jóvenes por el skincare o el cuidado obsesivo de la piel. Eso me hizo recordar una experiencia reciente cuando estaba con un grupo de estudiantes en un viaje pedagógico y paramos en un centro comercial. Tuve la oportunidad de estar con un grupo de niñas de 10 y 11 años, acompañándolas durante un par de horas mientras hacían algunas compras. Su enfoque principal fue ir a almacenes donde había productos de cuidado de la piel. Llevo trabajando con estudiantes más de 30 años y me impactó esa gran obsesión de las niñas por estos productos. En esas dos horas visitamos tres o cuatro almacenes dedicados exclusivamente al cuidado de la piel. Me llamó mucho la atención cómo niñas tan pequeñas estaban ya atrapadas en este universo.

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Al oír el podcast de Roberto Pombo, entendí mucho de lo que es esta industria y del impacto que tiene en nuestras niñas y adolescentes. Y no es un asunto menor. Hoy existe una preocupación inmensa por el deterioro de la salud mental en adolescentes, especialmente en las niñas. No se trata de un fenómeno aislado, sino de una verdadera crisis de salud pública de dimensiones globales. Según la Organización Mundial de la Salud, uno de cada siete adolescentes en el mundo padece algún trastorno mental, lo que equivale al 14 % de esta población, y el suicidio es ya la tercera causa de muerte entre los jóvenes de 15 a 29 años. La ansiedad afecta al 5,3 % de los adolescentes de 15 a 19 años y la depresión al 3,4 %, con una incidencia mucho mayor en mujeres, que tienen casi el doble de probabilidades de sufrir depresión y entre dos y tres veces más de padecer un trastorno de ansiedad que los hombres. En España, la Fundación ANAR documenta que entre 2012 y 2022 los casos de ideación suicida en adolescentes se multiplicaron por 23 y los intentos de suicidio por 25, con un 63 % de los casos concentrados en los últimos tres años, en gran parte como efecto de la pandemia. Estos datos reflejan lo que muchos expertos llaman una “tormenta perfecta”: la combinación de presiones académicas y sociales, la falta de infraestructura adecuada en salud mental y la influencia creciente de las tecnologías digitales y las redes sociales. Todo ello golpea con más fuerza a las niñas y adolescentes, quienes manifiestan con mayor frecuencia trastornos de “interiorización” como la ansiedad y la depresión. Enfrentar esta crisis no puede depender solo de tratamientos individuales; requiere una respuesta coordinada que involucre a familias, escuelas, comunidades y gobiernos para crear entornos protectores que prioricen el bienestar emocional de los jóvenes.

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Esa presión tiene un vínculo directo con la exposición temprana a redes sociales. Hoy, niñas de apenas diez años consumen contenidos diseñados para adultos, donde la belleza y la perfección estética aparecen como objetivos de vida. La exposición constante a “influencers” y a marcas que normalizan el consumo excesivo de cosméticos ha creado un ecosistema donde las niñas sienten que no son suficientes si no tienen la rutina de cuidado de la piel más completa, con diez pasos o con productos de lujo. Lo que en teoría es cuidado personal, en la práctica se está convirtiendo en un vehículo de ansiedad, frustración y consumismo extremo.

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Pero no se trata solo de un problema psicológico. El uso prematuro de productos con químicos agresivos también afecta la salud física de las niñas. Muchas rutinas que circulan en redes sociales incluyen el uso de retinol, ácidos exfoliantes o mascarillas con ingredientes fuertes que no son apropiados para pieles jóvenes. Dermatólogos advierten que estos productos pueden causar irritaciones, alergias y daños permanentes a la barrera cutánea. Una piel infantil o adolescente no necesita esos químicos, pero la presión de “verse perfectas” lleva a las niñas a aplicarse fórmulas diseñadas para combatir arrugas o manchas que ellas todavía no tienen.

El otro impacto, quizás más profundo y duradero, es el que recae sobre la imagen y la autoestima. Cuando desde tan temprano se enseña que lo más importante es cómo se ve la piel, se transmite un mensaje peligroso: que el valor personal depende de la apariencia. Esa lógica erosiona la confianza en sí mismas, fomenta comparaciones constantes y refuerza estándares de belleza imposibles de alcanzar. Lo que debería ser una etapa de exploración, juego y descubrimiento personal, se convierte en una carrera por encajar en moldes que no corresponden a su edad ni a su esencia.

En últimas, lo que estamos haciendo los adultos es empujar a las niñas a madurar “biches”, a asumir intereses y preocupaciones que no corresponden con su momento vital. Las exponemos a un mundo donde importa más el empaque que el contenido, y les robamos la posibilidad de construir una autoestima basada en el ser, en sus capacidades, en su sensibilidad y en sus relaciones. Esa madurez acelerada se convierte en un peso que afecta la manera en que se perciben y limita su libertad de crecer de manera más sana y natural.

Frente a este panorama, la reflexión es ineludible. Vivimos en una cultura donde el consumismo y las redes sociales han colonizado incluso la infancia. Pero no todo está perdido. Padres, maestros, cuidadores y la sociedad en general tenemos la responsabilidad de acompañar a las niñas y adolescentes en este camino, de enseñarles que su valor no se mide en la claridad de su piel ni en el número de pasos de su rutina de cuidado. Debemos fomentar espacios donde lo importante sea la creatividad, la amistad, la curiosidad y el aprendizaje. Si logramos poner límites claros al mercado y a la exposición digital, y si como adultos modelamos un consumo más responsable, podremos proteger a las nuevas generaciones. Al fin y al cabo, cuidar a los niños y niñas es la mejor manera de cuidar el futuro.

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