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Liderazgo educativo en tiempos de transformación

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Camilo Camargo
25 de septiembre de 2025 - 05:01 a. m.
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En estas últimas semanas, varios colegios han llevado a cabo elecciones para sus gobiernos estudiantiles. Para algunos puede parecer un ritual rutinario; para otros, un simple requisito de la vida escolar. Pero la realidad es que estos ejercicios son un laboratorio ciudadano, una muestra pequeña de lo que ocurre en las elecciones nacionales. Allí, estudiantes que apenas comienzan a explorar su voz pública deben aprender a presentar propuestas, escuchar a sus compañeros y discernir entre múltiples opciones.

El valor de estos procesos no está en quién gana o pierde, sino en la formación que ofrecen: la oportunidad de entender que votar es mucho más que marcar un nombre en un tarjetón. Votar implica examinar las propuestas a dos niveles: el individual, que responde a intereses y necesidades propias, y el colectivo, que se pregunta qué es lo mejor para todos, incluso si no satisface un beneficio inmediato. Ojalá, en las escuelas como en el país, logremos que prime este segundo nivel: el bien común y la visión de largo plazo.

En un año electoral marcado por la polarización, las tensiones y la desconfianza hacia las instituciones, las escuelas asumen un papel crucial. No son únicamente espacios de transmisión de conocimiento académico: son guardianas del valor de las instituciones mismas. En ellas, los niños y jóvenes aprenden que las reglas, los acuerdos y los procedimientos no son un capricho, sino una forma de garantizar justicia, participación y respeto mutuo.

Cuando un colegio organiza elecciones estudiantiles con transparencia, cuando respeta los resultados aunque no todos estén de acuerdo, está enseñando algo que trasciende lo escolar: que las instituciones importan. Que son frágiles si no se cuidan, pero que también son la base de la confianza social. Que sin instituciones fuertes, la vida colectiva se fragmenta y cada quien termina buscando solo su propio interés.

Ejemplos abundan. En algunos colegios, los estudiantes presentan planes de trabajo detallados que incluyen desde iniciativas ambientales hasta proyectos de bienestar emocional. En otros, los jóvenes aprenden a debatir con respeto y a reconocer que no todas las promesas son viables. Incluso los errores —propuestas poco realistas, campañas centradas en la popularidad— son parte del aprendizaje, porque reflejan lo que sucede en la vida política adulta y ofrecen la oportunidad de analizarlo críticamente. También se trata de entender cuáles son mis derechos y a la vez cuáles son mis deberes.

En este contexto, el liderazgo educativo se convierte en una brújula indispensable. Ser líder hoy no significa solo ocupar un cargo o tomar decisiones administrativas: significa modelar, con acciones concretas, el tipo de ciudadanía que queremos ver reflejada en el futuro. Los adultos —rectores, maestros, familias— tenemos un rol silencioso pero poderoso. Los estudiantes observan cómo reaccionamos frente a un resultado que no nos gusta, cómo respondemos ante un debate acalorado, cómo valoramos el trabajo en equipo sobre la ventaja individual. Nuestra coherencia o incoherencia se convierte en un mensaje permanente.

El riesgo está en proyectar nuestras propias polarizaciones en la vida escolar. Cuando los adultos trasladamos a los niños y jóvenes las divisiones que vivimos como sociedad, les robamos la posibilidad de construir sus propios juicios con apertura y espíritu crítico. En cambio, cuando acompañamos sin imponer, cuando guiamos sin manipular, damos un mensaje poderoso: que el liderazgo no es dominar ni convencer a toda costa, sino escuchar, discernir y servir al bien común.

He visto ejemplos inspiradores de este liderazgo en acción. Profesores que, en lugar de dar todas las respuestas, enseñan a los estudiantes a hacerse preguntas mejores. Rectores que convierten los conflictos en oportunidades para practicar la empatía. Padres que, en vez de descalificar las instituciones, transmiten a sus hijos el valor de cuidarlas y mejorarlas desde dentro. Cada gesto suma en la construcción de una cultura donde los jóvenes entienden que liderar no es un privilegio, sino una responsabilidad.

La polarización que vivimos hoy en el país no es ajena a las aulas. Los estudiantes escuchan las conversaciones de los adultos, ven los titulares de los noticieros y sienten la desconfianza hacia las instituciones. El peligro es que esa desconfianza se convierta en cinismo, en la idea de que nada sirve y de que todos los sistemas están corrompidos. Frente a esto, los colegios tienen una tarea de resiliencia institucional. Significa mostrar, con hechos concretos, que sí es posible construir comunidades basadas en la confianza. Significa sostener el valor de la palabra empeñada, cumplir acuerdos y enseñar que las reglas existen no para reprimir, sino para cuidar la convivencia. En un tiempo en el que las instituciones parecen estar bajo fuego constante, las escuelas pueden ser el recordatorio viviente de que todavía hay espacios donde la palabra institución se pronuncia con respeto.

La gran pregunta que subyace a todo esto es qué significa educar para el largo plazo en ciudadanía. La respuesta incluye varias dimensiones. Es enseñar pensamiento crítico, para que los estudiantes no se dejen llevar por la emoción del momento o las promesas fáciles. Es enseñar empatía y respeto, para que entiendan que el otro no es un enemigo, sino un compañero en la construcción del bien común. Es enseñar resiliencia, para que aprendan que perder una elección o cometer un error no es el fin, sino una oportunidad de crecimiento.

Educar para el largo plazo es también formar ciudadanos capaces de sostener la tensión entre libertad y responsabilidad. Capaces de entender que sus decisiones tienen consecuencias más allá de su círculo inmediato. Capaces de ver la democracia no como un espectáculo al que se asiste cada cierto tiempo, sino como una práctica diaria de respeto, diálogo y construcción colectiva.

Al final, el liderazgo educativo en tiempos de transformación no se mide por discursos grandilocuentes ni por gestos espectaculares. Se mide en lo cotidiano: en cómo acompañamos a un estudiante que pierde una elección, en cómo celebramos a quien gana con humildad, en cómo fomentamos el respeto a las reglas incluso cuando nos incomodan y en cómo podemos ponernos de acuerdo y trabajar juntos para propósitos más grandes.

Los colegios son, en esencia, semilleros de ciudadanía. Allí aprendemos a ser parte de algo más grande que nosotros mismos, a convivir con las diferencias, a proyectar un futuro común. En un país donde la polarización amenaza con dividirnos, necesitamos líderes educativos que mantengan la brújula firme: que eduquen no solo para aprobar exámenes, sino para sostener instituciones, cultivar carácter y sembrar esperanza.

Porque si algo nos recuerda la vida escolar, es que cada elección, por pequeña que parezca, es un ensayo para el mañana. Y que cada liderazgo ejercido hoy, en el aula o en la dirección, está formando al ciudadano y al país que seremos en el futuro.

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Sergio Henao(3490)25 de septiembre de 2025 - 06:08 p. m.
"Los colegios son semilleros de ciudadanía". Afirmación contundente. Lo malo es que muchos docentes no lo entienden ni lo tienen presente diariamente y en su ejercicio son laxos, perezosos y negligentes en la corrección o práctica de inculcar y de predicar los valores y la discusión argumentada, porque además, muchos de ellos son analfabetas políticos, que poco conocen la Constitución, que no participan de las discusiones o los debates ni se informan asertivamente de la realidad y su dinámica.
Melmalo(21794)25 de septiembre de 2025 - 03:29 p. m.
Absolutamente de acuerdo con lo expuesto por el columnista.
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