Hace aproximadamente un año, más de veinte colegios en Bogotá decidieron dar un paso audaz: prohibir el uso de celulares y dispositivos personales durante la jornada escolar bajo la iniciativa “Desconectar para Conectar”. La medida no fue sencilla; implicó desafiar una cultura en la que el teléfono se había convertido en extensión del cuerpo y en un “chupo digital” frente al aburrimiento o la incomodidad y enfrentar resistencias de algunos estudiantes y familias.
Hoy, doce meses después, comienzan a verse los frutos. Aunque la investigación sistemática que acompaña la iniciativa todavía está en curso —y sus resultados se publicarán en los próximos meses—, los reportes preliminares que comparten los colegios son alentadores. Los estudiantes están más conectados consigo mismos y con sus compañeros, la atención en clase ha mejorado de manera visible, y se observa una disminución de los casos de acoso escolar y de ciberacoso. Más allá de los datos que se conocerán pronto, la percepción cotidiana en las aulas y en los pasillos refleja una transformación: los recreos se llenaron nuevamente de juegos, conversaciones y risas; los salones recuperaron la mirada atenta; y los pasillos dejaron de ser espacios dominados por pantallas luminosas.
Este movimiento local coincide con un año en el que la investigación científica internacional ha dado pasos significativos para comprender el impacto del uso de celulares en la salud mental y el aprendizaje de niños y jóvenes. Un estudio publicado en JAMA en junio de 2025 mostró que lo preocupante no es solo el tiempo de pantalla, sino el uso adictivo: jóvenes con patrones compulsivos de conexión tienen mayor riesgo de ansiedad, depresión y conductas suicidas, mientras que el tiempo total frente a la pantalla, por sí mismo, no explica la magnitud de los problemas. En el Reino Unido, una investigación con más de mil estudiantes reveló que prohibir los celulares en clase no basta para mejorar los resultados académicos o el bienestar. La conclusión fue contundente: las políticas escolares deben complementarse con estrategias familiares y comunitarias que promuevan un uso responsable.
Otros hallazgos también son inquietantes. Encuestas recientes muestran que los jóvenes pasan en promedio cinco horas y media diarias frente a su teléfono inteligente, lo que podría acumularse en veinticinco años de vida entera si no hay cambios. Este exceso se relaciona con menor rendimiento académico, menos sueño y reducción en la actividad física. Investigaciones en Estados Unidos advierten que el uso intensivo en niños de 10 a 11 años se asocia con síntomas maníacos como impulsividad, menor necesidad de sueño y estados de ánimo extremos. Otro estudio internacional señaló que el uso de dispositivos antes de los 13 años incrementa el riesgo de pensamientos suicidas, desconexión emocional y agresividad. Por eso, varios expertos comparan el acceso temprano a celulares con el consumo de tabaco o alcohol: algo que debe regularse socialmente. Fenómenos como el phubbing —ignorar a alguien presente por mirar el teléfono— y la nomofobia —la ansiedad de quedarse sin celular— se han extendido, debilitando vínculos y aumentando la soledad entre adolescentes.
En este escenario, resultó especialmente iluminador el mensaje que la psicóloga Angela Duckworth ofreció en mayo de 2025 durante la ceremonia de grado en Bates College. Duckworth, autora del célebre libro Grit, sorprendió a los graduados con un gesto simbólico: pidió que todos entregaran su teléfono, incluido el presidente de la universidad y ella misma. Con ese acto sencillo mostró cómo desprenderse del celular, aunque sea por un momento, puede abrir espacio para la atención plena. Su mensaje principal era: la decisión de donde ponemos nuestro dispositivo es tal vez la más determinante que vamos a tomar cada día. Su charla giró alrededor de un concepto central: la “modificación de la situación”. La idea es que no basta con la fuerza de voluntad para resistir la tentación de mirar la pantalla; lo verdaderamente eficaz es diseñar nuestro entorno de manera que el teléfono esté lejos cuando necesitamos enfocarnos. La distancia física crea distancia mental.
Entre sus recomendaciones más prácticas estuvieron dejar el celular en otra habitación al trabajar o estudiar, evitar tenerlo en la mesa durante las comidas, no llevarlo al cuarto para preservar el descanso, mantenerlo fuera de alcance al conducir, salir a caminar cuando aparezca la ansiedad o el aburrimiento en lugar de buscar refugio inmediato en la pantalla, y usarlo siempre de manera deliberada, con un propósito claro y no como respuesta automática al vacío. Duckworth fue enfática: no se trata de prohibir ni de demonizar, sino de usar con intencionalidad. El celular puede ser una herramienta valiosa, pero también un “chupo adulto”, un dispositivo que calma la incomodidad pero que, usado sin conciencia, termina alejándonos de lo más importante: las relaciones humanas, la reflexión y el aprendizaje profundo.
El balance de este primer año de “Desconectar para Conectar” y los hallazgos internacionales nos dejan varias conclusiones.
Lo primero es que el cambio es posible. Lo que parecía impensable —colegios sin celulares en los recreos y en las aulas— hoy es una realidad en muchos colegios en Bogotá, en Colombia y en varios lugares alrededor del mundo. Los estudiantes han demostrado que, lejos de perder, han recuperado algo esencial: la posibilidad de estar presentes.
Lo segundo es que los beneficios son múltiples: la atención mejora, disminuyen los casos de acoso y ciberacoso, y se fortalecen los vínculos entre compañeros. Todo ello muestra que limitar los celulares no es un retroceso, sino una inversión en salud mental y convivencia.
La tercera conclusión es que la ciencia respalda la intuición. Investigaciones recientes confirman lo que muchos educadores ya sospechaban: el uso adictivo de celulares está asociado con riesgos significativos para la salud mental y el aprendizaje. Eliminar el celular del espacio educativo ayuda, pero debe ser parte de un ecosistema de cuidado más amplio.
Y, finalmente, que no basta con las escuelas. La evidencia británica lo recuerda: prohibir teléfonos en los colegios sin un acompañamiento en casa y en la sociedad tiene efectos limitados. Padres, cuidadores, empresas tecnológicas y gobiernos también tienen responsabilidad.
Hace un año, los colegios que se unieron a esta iniciativa apostaron por algo contraintuitivo: en un mundo cada vez más digital, decidieron dar valor a la desconexión como condición para la verdadera conexión. Hoy, el mensaje de Angela Duckworth y los avances de la ciencia confirman que iban por el camino correcto. Los pasos a seguir implican consolidar estas políticas, compartir resultados de la investigación en curso y, sobre todo, generar una conversación nacional que involucre a las familias y a la sociedad en su conjunto. Porque al final, no se trata de abstenerse ni de renunciar a la tecnología, sino de aprender a vivir con ella de manera consciente. Si lo logramos, no solo estaremos formando mejores estudiantes, sino también ciudadanos más atentos, más empáticos y más humanos.