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2012-2022: balance y despedida (inicio)

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Carlos Granés
16 de diciembre de 2022 - 05:30 a. m.
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Viendo la fecha de la primera columna que envié a El Espectador, descubro sorprendido que fue exactamente hace una década, el 10 de diciembre de 2012. Eso significa que llevo más de 260 miércoles iniciando muy temprano mi jornada, consumiendo prensa con voracidad de adicto y visitando a los columnistas que más me gustan (por cierto, el columnismo español debe ser de los más inteligentes, divertidos y libres que se pueden leer en estos días de ñoñería autocomplaciente) para encontrar un tema relevante del cual decir un par de cosas con sentido, ojalá inteligentes y originales.

Mirando hacia atrás, repasando los acontecimientos que llamaron mi atención, me doy cuenta de lo mucho que puede cambiar la discusión pública y de lo mutables que son los intereses que alimentan la política y el arte, incluso los valores que predominan en un momento dado. Por allá en 2012, cuando en América Latina tronaban los populistas megalómanos envanecidos por la efímera lluvia de dólares que les cayó vendiendo materias primas a precios inverosímiles, era imposible adivinar que solo unos años después veríamos reproducirse este tipo de personajes y su infamia política en países como Estados Unidos, Reino Unido o España.

La democracia populista empezó a reemplazar a la democracia liberal en buena parte del mundo, hasta que finalmente varios países —como Nicaragua, Venezuela, Perú (fugazmente), Turquía, Hungría o Rusia— mutaron en regímenes autoritarios. Se hacía cada vez más evidente que la política se degradaba en todas partes; se hacía performance, gesto, relato, ficción y humo. Perdía vínculos con la realidad, porque mucho más importante que solucionar problemas reales era ganar elecciones. Eso se está viendo con patetismo hoy en España y se vio en Colombia con el plebiscito por la paz de 2016. Fue un error enorme de Santos, y aquí lo dije, someter el trabajo de muchos años a una tanda de penaltis, porque en eso se han convertido los plebiscitos. Aquí dio campo a la desinformación, a la paranoia y a la cerrazón del juicio que condujo al “No”.

Pasó desapercibido lo evidente. El proceso de paz, y eso también lo dije, traería la desactivación de las Farc como fuerza militar y su imposibilidad moral para convertirse en fuerza política. A pesar de las curules que se les adjudicaron por dejar las armas, resultaba obvio que su destino era la desaparición. Hoy son un fantasma que ni siquiera asusta. Ni castrochavismo ni narcoterrorismo, lo que el proceso de paz trajo a Colombia fue el petrismo.

Y no por obra de Petro sino por omisión de Duque. Al oponerse al proceso de paz, el expresidente estaba renunciando a una causa aglutinadora que funciona en momentos de crisis económica como el pospandémico. Se la dejaba en bandeja a Petro. No solo la paz, sino la paz total y la salvación de la especie humana. Como buen populista, Petro no se contenta con chichiguas ni tibiezas, sólo con absolutos que cambian la historia y el rumbo de la humanidad.

Este desplazamiento hacia el populismo y la política salvaje y lírica, performática y nociva, es uno de los hechos más relevantes de esta década. En la cultura también se han dado cambios drásticos, que abordaré en la próxima quincena. Adelanto que esa será mi última columna para El Espectador. Un balance, pero sobre todo un adiós.

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