Lo que pudo haber sido una gran suerte, hay que reconocerlo, ha sido muchas veces una pesadilla. América Latina descubrió en el siglo XIX, y volvió a experimentarlo en el XX, que el vecino del norte, Estados Unidos, podía trocar su rostro amable de país tolerante y democrático por el de una potencia imperial, errática y arbitraria. El yanqui, ese “paisano inevitable”, como dijo Coronel Urtecho de Rubén Darío, podía defender de forma escrupulosa la separación de poderes y la legalidad en casa, y despreciar al latinoamericano recomendando para él la crueldad y el latrocinio. Eso es verdad y eso fraguó un recuerdo ingrato. Para muchos latinoamericanos, Estados Unidos será siempre la bestia negra, su maldición y némesis, y eso lo inducirá a pensar que toda causa en la que se embarque no tendrá más razón que promulgar el mal, el vilipendio del latinoamericano y el triunfo de sus miserables ambiciones.
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Ese prejuicio puede estar fundado en hechos históricos y aun así nublar la vista. Ha moldeado en las conciencias latinoamericanas un monstruo, un Calibán, un Leviatán, un Moloch, del todo perverso y repudiable, un espejismo que muchas veces ha impedido separar el trigo de la paja. Ha hecho creer que del yanqui no se aprende nada, que allí donde estén ellos no estaremos nosotros y que nuestra misión es resistirlos, estar en otro bando, a veces con sus enemigos, porque sólo la debilidad de los yanquis supondría la emancipación latinoamericana.
Esa idea produjo euforia y alentó fantasías de unidad continental, pero también llevó a muchos a despreciar la democracia liberal, por gringa, y a abrazar sin rubor el nacionalismo autoritario. Tratando de emancipar a los latinos, algunos de sus intelectuales más notables terminaron celebrando a Mussolini y a Hitler. Y como si de aquel error no se hubiera aprendido, el reflejo sistemático de América Latina cada vez que estalla un conflicto internacional, como el que ahora salpica de sangre el este de Europa, es desconfiar de las intenciones gringas.
Esta vez la tentación también asoma: se asume de forma miope, desatendiendo el hecho evidente de que el acto de agresión lo ha cometido Putin, que la culpa la tienen Occidente, la OTAN y los yanquis, porque en realidad son ellos, no Putin, qué va, quienes profesan un imperialismo agresivo y expansivo que pone en peligro la existencia de Rusia. El aprendiz de zar estaría defendiendo su patria de amenazas gravísimas, como esa banda de neonazis drogadictos que supuestamente controlan el gobierno ucraniano. Varios países salieron a respaldar a Putin —Venezuela, Cuba, Bolivia, El Salvador, Nicaragua—, otros dudaron —Argentina, Brasil—, justo los gobiernos que justifican su populismo y sus despropósitos y su pobreza democrática como una defensa ante el imperialismo yanqui.
Y es justo eso lo que recuerda la desgracia latinoamericana, ese impulso a preferir siempre a cualquier tirano para no estar con Estados Unidos, un vicio que históricamente ha servido, y esto es lo realmente grave, para enrocarnos en nuestro desprecio por la democracia liberal y en nuestra certeza, mil veces desmentida por la evidencia, de que personajes como Castro, Perón, Ortega o Chávez nos han dado dignidad e independencia, no miseria y despotismo.