La disputa ya hace parte del paisaje contemporáneo. De tanto en tanto, algún investigador publica un estudio en el que demuestra que la obra de fulanito, las canciones de zutanito o el cómic de menganita, más que inocentes o provechosas creaciones artísticas, son vehículos de ideologías imperialistas o patriarcales, o de reivindicaciones racistas, homófobas, tránsfobas, especistas o lo que sea. El ejemplo que salta como liebre a la mente es el del reggaetón, pero hay otros más sutiles. Hace poco, sin ir más lejos, una musicóloga española determinó que el canallesco homenaje que hace Joaquín Sabina en sus letras a las mujeres de buenas copas y tenacidad nocturna, no sólo es machista, sino peligroso. Los productos culturales que circulan por ahí, según estos análisis, lejos de ser inocentes instigarían o normalizarían actitudes nocivas.
Más adelante diré si me inclino a favor de dicha postura. Antes querría entender la raíz de este dilema recurrente que enfrenta, por un lado, a los nuevos vigilantes de la cultura que trazan fronteras entre lo correcto y lo incorrecto para impedir que ningún mensaje inapropiado se cuele sin su oportuna imputación, y las personas que privilegian la libertad creativa, así los productos culturales resulten ofensivos para este o aquel sector de la población.
Y es que en nuestras sociedades conviven dos ideas, de igual vigor y vigencia, que vienen de tradiciones muy distintas. Por un lado, la herencia de la Ilustración y del liberalismo apela a nuestro sentido común para que defendamos la libertad de los creadores, pues de ella dependen otras virtudes cívicas como el pluralismo y la tolerancia. En su versión romántica, esta idea considera al arte como un corral donde se pueden soltar las fieras —todas las inclinaciones dudosas y las pulsiones más nefastas del ser humano— porque allí, transformadas en arte, además de tornarse inofensivas producen placer y revelan los recovecos más oscuros del alma humana.
Pero esta idea comparte nicho con otra muy distinta, de raíces revolucionarias, que concibe al arte como un fenómeno que expresa y mantiene una ideología. Desde esta postura, el arte no es inocuo ni impráctico. Al contrario, tiene un efecto en las conciencias muy poderoso, capaz de adormecerlas o de despertarlas para producir cambios en la vida y en las sociedades. Buena parte de la vanguardia del siglo XX creyó en esta idea, y es difícil encontrar algún escritor o artista contemporáneo que se conforme con decir que su obra es un simple juego de la imaginación, sin impacto en la realidad. De ahí el conflicto: por un lado defendemos la libertad de expresión, pero por otro creemos o reconocemos que el arte afecta la realidad. Sin renunciar a la primera, tampoco queremos que el efecto de la imaginación sea negativo.
¿Cómo salir del aprieto, entonces? Eligiendo bando, me temo. O se está con la libertad de expresión y entonces se asume que todo lo bueno y lo malo del ser humano puede ser volcado en el arte, o se asume que el arte es un instrumento político y entonces nos aseguramos que sólo los valores “correctos” afloren en los productos culturales. Por mi parte, no tengo dudas. Seguiré gozando de las canciones de Sabina, y me importará un rábano el efecto que tengan en mí.