A estas alturas es evidente que Facebook no es una moda pasajera. Lo pensé inicialmente. “Esto no dura”, me decía. “Si un gran genio sólo dice dos o tres cosas importantes a lo largo de su vida, ¿quién le va a dar importancia a las ocurrencias y banalidades del primer espontáneo ungido por intermitentes raptos de sabiduría?”. Ingenuo yo.
Ingenuo porque ahora me reconozco, sin atisbo de vergüenza, como voraz espectador de este inagotable torrente de ocurrencias y banalidades. Al igual que millones de personas alrededor del mundo, diariamente, como un ritual religioso, entro a esta pequeña babel de egos a escudriñar qué nueva tontería y qué gran genialidad se ha dicho, cómo se han adornado las biografías virtuales con fotos, comentarios, memes, frases sabias y buenas causas; e incluso para ponerme al tanto de las peleas, presunciones, amores y desamores de gente que ni conozco.
¿Qué tiene Facebook que fascina? ¿Por qué le regalamos información privada a Zuckerberg para que haga negocio con ella? Mucho se ha dicho al respecto: que da voz a todo el mundo y ahora todo es más democrático; que permite alimentar una identidad ficticia, idealizada, con la cual presentarse con más firmeza ante el mundo; que oculta las miserias de la rutina diaria tras rutilantes flashes de aventura y bochornosa inmodestia; que sirve como herramienta de autopromoción y poco discreta estrategia publicitaria; que facilita el debate de asuntos públicos y la participación directa; que elimina la privacidad de nuestras vidas y nos convierte a todos en exhibicionistas y voyeurs… En fin, sí, supongo que de todo esto hay algo, pero como explicaciones se me quedan cortas. Aunque suene insólito, más pistas para entender el adictivo poder de Facebook me las da Borges.
Y no en los cuentos en los que habla del doble —aunque también—, sino en uno de sus primeros poemas, Rosas, donde escribe unos enigmáticos versos que parecerían —aunque no lo hace— justificar al caudillo decimonónico que gobernó Argentina con un cuchillo en la mano: “No sé si Rosas / fue sólo un ávido puñal como los abuelos decían; / creo que fue como tú y yo / un hecho entre los hechos / que vivió en la zozobra cotidiana / y dirigió para exaltaciones y penas / la incertidumbre de los otros”.
Hecho entre los hechos, creo que por ahí va la cosa. Facebook genera la ilusión de control sobre la propia vida. No gobernamos nuestra existencia; no tanto como querríamos, al menos, pero sí nuestro muro y la identidad virtual que proyecta. Allí somos los guionistas de nuestra historia. Ya no es necesario ser artistas, como creía Borges, para autorrealizarse y dejar de ser un hecho entre los hechos, un episodio accidental movido por fuerzas desconocidas. Ya no es necesario el arte para reafirmarse y ganar control sobre la existencia. Facebook genera esa ilusión. Todas las sesudas teorías sobre la muerte del autor quedan desmentidas ante la fascinación que despierta untar a los demás con nuestro yo. Allí todo el mundo es autor; allí se neutraliza por instantes la sensación de insignificancia, y dudo que nada reconforte tanto.
Claro, cuando vemos el perfil de los otros sabemos que todo es mentira, pero eso es lo de menos: este artículo, desde luego, va directo a mi muro.