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Buscando a Eros

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Carlos Granés
04 de febrero de 2016 - 07:25 p. m.
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En la última Feria del Libro de Guadalajara oí su nombre por primera vez: Anne Carson. Corría el rumor de que asistiría a dar una charla, y quien hablaba de esta poeta y ensayista canadiense, por lo general reacia a la exposición pública, destellaba de entusiasmo.

En ese momento no entendí la razón de tanto revuelo, pero después de leer su primer libro, Eros the Bittersweet, recientemente traducido al español por la editorial Dioptrias, lo entendí todo. Rastreando los textos clásicos, sobre todo los poemas de Safo y los diálogos de Platón, Carson se propone dibujar la fisionomía de uno de los personajes fundamentales y más esquivos de la mitología clásica. Eros, dice la poeta, entraña una irresoluble paradoja. El sentimiento erótico es dulce —no hace falta insistir en ello—, pero también amargo. A la vez que causa el mayor deleite y una sensación de cambio y de haber entendido algo que antes no se sabía, algo así como la clarividencia divina, el conocimiento que arroja no es del todo placentero. Su penetrante luz se proyecta contra la persona amada, pero siempre vuelve hacia la persona que ama y el impacto resuena en un espacio antes inadvertido, un hueco, una carencia. Muestra lo que se es, lo que hace falta y, más riesgoso aún, lo que se puede ser. Porque el deseo erótico pone de manifiesto que no sabemos lo que somos. Se ama desde un punto ciego que intenta llenarse con la persona amada. No hay control, por eso, y la sensación es de riesgo, incluso de peligro. A la clarividencia que arroja, se suma la pérdida de control.

Para que subsista, Eros necesita una estructura triangular. Deben contemplarse la persona que ama, la persona amada y la distancia que los separa, un corredor por el que debe desplazare la imaginación. Porque sin fantasía no hay Eros. La imaginación es la que se acerca al objeto amado. La persona amada no se conoce. Se imagina para conocerla, y en el mismo proceso es inventada. Nos enamoramos de nuestras ficciones y del proceso mediante el que las formamos; nos enamoramos de la seducción y del acto de conocer; deseamos el deseo y seguir deseando infinitamente. Es la razón por la que no podemos triunfar nunca. La conquista del objeto deseado es el fin del deseo. La distancia es siempre necesaria, lo inasible, la carencia. Todo esto entraña paradojas y contradicciones evidentes: se quiere cerca al objeto amado y también lejos, se le quiere conocer, pero se necesita el misterio y la ignorancia, se busca la fusión, pero es necesario elevar murallas. La metáfora de Midas lo aclara: el rey quiere tocar y no tocar. De hacerlo, el objeto amado se petrificará en el tiempo. Satisfacer el deseo equivale a asfixiarlo. El amante no quiere una efigie de oro, sino su deseo, su deseo atizado. Odia esperar, ama esperar. Quiere estar ahí, quiere dar un salto hacia otra parte. La cuestión es seguir, no detenerse, proyectarse hacia el futuro con la fantasía o hacia el pasado con el recuerdo; en todo caso imaginar y seguir tratando de atrapar lo que no se quiere atrapar.

Movimiento: Eros es movimiento, ir de aquí para allá tratando de recorrer el espacio entre lo descocido y lo desconocido. Sin meta ni punto de llegada, sólo busca el aleteo, saber que aún se desconoce.

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