COMO CUALQUIER PRETEXTO ES bueno para darse un gusto, este año, aprovechando que se conmemoran los 400 años de la segunda parte del Quijote, volví a picar entre las páginas del libro de Cervantes.
Y como la lectura del Quijote es infinita y remite a todos los libros y a varios siglos de reflexión sobre la condición humana, acabé releyendo El arte de la novela, el primer libro de ensayos de Milan Kundera. Recordaba que en sus primeras páginas había una idea que me resultó sugerente en su momento, pero cuya dimensión sólo asimilé después de esta segunda lectura. Y es que según Kundera, la Edad Moderna no sólo fue creada por la duda y el racionalismo de Descartes, sino por la ironía y la ambigüedad de Cervantes. Cuando Alonso Quijano salió al mundo convertido en don Quijote, encontró que ya no había un dios que juzgara si lo que hacía era bueno o malo, digno o reprochable. Lo único que se encontró fue la mirada humana, que a lo largo de la novela se descubre incapaz de juzgar con certeza sus actos. Don Quijote está loco, sin duda, pero también demuestra más lucidez que nadie. Siendo idealista y noble, su comportamiento entraña enormes peligros para los demás. A partes iguales, su aventura encarna la nobleza y la imbecilidad humanas. Don Quijote no es un caballero, es una contradicción andante, y no muy lejos de él cabalgamos todos.
Con don Quijote no sólo descubrimos las verdades contradictorias, Alonso Quijano fue el primer personaje que decidió cambiar su vida. Lo de menos es que su impulso haya sido racional o descabellado, lo importante es que al salir de su casa estuvo dispuesto a vivir a la luz de sus fantasías y deseos, sin dejarse condicionar por las limitaciones que le imponían la vejez, la moral o el sitio que se ocupaba en la sociedad. A pesar de lo inhóspito, el mundo que encontró don Quijote le permitió seguir adelante con su absurda y genial peripecia. En su camino encontró más palos y burlas que satisfacciones, pero a la vez demostraba que en la Edad Moderna, sin dioses ni doctrinas incontestables, cada cual tendría que modelar su existencia apelando a sus deseos y convicciones.
Y no sólo eso. La figura de don Quijote ennobleció a los rebeldes que decidían impugnar el mundo con sus actitudes. Con don Quijote surgió el primer romántico, es decir, el primer hombre moderno que odió a la Modernidad; también el primero que estableció como prioridad buscar fuentes morales distintas —en su caso el vetusto ideal caballeresco— para darle un giro radical a la existencia. Sus herederos fueron poetas como Wordsworth o Coleridge, que abominaron del mundo racional que había roto el vínculo con la naturaleza, y los simbolistas, en especial Rimbaud, el primero que dijo en voz alta lo que Alonso Quijano rumiaba en silencio: “Hay que cambiar la vida”.
La fantasía persigue desde entonces a la mujer y al hombre modernos. ¿Por qué no vivir de otra manera? ¿Por qué no experimentar con la vida? ¿Por qué no buscar nuevas formas de convivir, de amar, de valorar? Detrás de estas preguntas despunta otra paradoja. Querer ser otros es lo que nos hace ser lo que somos. La vida es lo que nos va pasando mientras intentamos cambiarla, igual que a don Quijote.