La verdadera droga, o al menos la mejor, es la juventud.
Nada afecta más la percepción, nada vigoriza tanto y exalta el espíritu como la energía juvenil y la peculiar situación social del joven. Su lugar en la sociedad es incierto. Desde los límites, tiene que enfrentarse a unas normas, valores y costumbres que no ha inventado y que se le exige asimilar. Puede que lo haga y su tránsito hacia la ciudadanía adulta esté exento de fricciones, pero puede que no. Puede que ese mundo ajeno, que se le ofrece como único horizonte posible, le genere una insoportable antipatía.
La juventud es una droga porque hace que todo lo veamos más perfecto o perfectible de lo que es, más misterioso y lleno de oportunidades y recompensas. Por eso los jóvenes se lanzan a transformar el mundo o a devorarlo, a explorarlo o a pedirle que satisfaga sus deseos. Isidore Isou, un visionario francés ya olvidado, decía que el problema político más importante era lograr un encaje de la juventud en la sociedad. Sus argumentos no eran tontos. Todas las guerras, revoluciones, conquistas y cataclismos humanos, decía, habían sido perpetuados por jóvenes. No era casualidad, los jóvenes reunían las condiciones existenciales para tomar estos riesgos: ausencia de compromiso y las enormes expectativas que se incuban cuando no hay que lidiar con las tensiones y conflictos del mundo real. “Tienes la fe en el músculo,/ y transportas las montañas con un solo grito salvaje”, decía Rafael Maya en un poema que exaltaba las proezas juveniles. Y en efecto, la juventud está teñida de omnipotencia. Los primeros que salen a la calle a mover, para bien o para mal, las tramas de la realidad, son los jóvenes. La desgracia de la adultez es que ese efecto adrenalínico se desvanece. El mundo pierde brillo. Se descubre que no hay nada nuevo bajo el sol y que todos los ídolos son de barro. Se descubre, también, que no hay nada humano libre de vicios, y que los altos ideales pueden naufragar en medio de las pequeñeces y miserias. La labor política del adulto es mucho menos heroica y sin duda palidece ante el esplendor poético del joven que salta de las barricadas. Su tarea política es negociar entre intereses distintos, controlar las pasiones, reformar gradualmente y defender lo conseguido.
A medida que las sociedades se hacen más democráticas y pacíficas, sin embargo, el impulso revolucionario y las visiones utópicas de los jóvenes dejan de plasmarse en el campo de la política y lo hacen en la cultura. En las distintas artes, todos los experimentos, irracionalidades, exabruptos y desmanes pueden ser beneficiosos. Aunque la lucha por imponer actitudes y valores afecta los estilos de vida, no genera cataclismos. Las guerras culturales no tienen víctimas mortales. Amenazan las tradiciones, las convenciones y algunas fuentes de autoridad, también incitan al cambio y a la búsqueda de lo nuevo, pero no trastornan por completo el marco de la convivencia. Lo nuevo no siempre es bueno y desde luego nada es bueno sólo por ser nuevo, pero en ocasiones hay que tomar dejarse ir y decir, como decía Maya: “Capitán de veinte años/ llévame en tu nave ligera”.
Carlos Granés*