Censurar la belleza

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Carlos Granés
27 de septiembre de 2018 - 09:40 p. m.
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Que la belleza existe lo comprobamos casi a diario. En la calle nos cruzamos con personas que nos llaman la atención; contemplando algún paisaje nos estremecemos; ante una pieza musical o un poema no podemos evitar que la palabra se nos cuele por ahí: belleza. Y que la belleza es una categoría que supone cierta injusticia, no cabe duda. Algo es bello sólo comparativamente. Existe en la medida en que hay cosas que no lo son, o lo son menos. Algo puede parecer bello hasta que nos topamos con un caso que lo supera, y entonces pierde el privilegio del que gozaba. La llegada de un estudiante nuevo al colegio, que de casualidad resulta ser caleño, salsero y hábil con la pelota, puede tener ese efecto. Eras bello, ahora sólo eres del montón. Supéralo.

Digamos que esa es una ley de la vida. O una ley de la naturaleza y si se quiere hasta de Dios. Puede que no existan criterios objetivos, universales o eternos de lo que es la belleza, pero de que cada cual tiene una intuición muy personal de lo que le gusta y no le gusta no hay ninguna duda. Todo el que encuentra matices estéticos en el mundo, lo quiera o no, establece diferencias. Esas diferencias no son negativas, no necesariamente. Determinan la personalidad de cada cual: que fulanito vista sólo con prendas de tal color, que zutanito frecuente puntualmente este café y no otro, que menganito prefiera la compañía de tal tipo de personas y no de las demás.

En últimas, así no lo expresemos en esos términos, cada uno trata de rodearse de belleza, de su particular forma de entender la belleza y de reconocerse en ella cuando la ve en sus amigos —que son unos cuantos y no la humanidad entera—, en los lugares a los que va, en las aficiones que cultiva. Las elecciones, y todos elegimos, están orientadas por ese sentido estético personal, a veces único.

Ay, pero de tanto en tanto aparecen justicieros que descubren el agua tibia y acusan a la belleza de establecer desequilibrios, imponer cánones, negar la pluralidad, generar inseguridades. De forma inverosímil —e involuntariamente cómica—, ocurrió hace pocos días en Zaragoza, España. La alcaldía de este municipio decidió censurar un calendario en el que aparecían los bomberos de la ciudad con el torso desnudo, luciendo atronadoras musculaturas. Las razones que esgrimieron fueron esas: esos cuerpos canónicos eran patriarcales, sexistas, irreales.

Seguro que sin bomberos desnudos ahora Zaragoza es un lugar más justo, donde los flacuchos no tendremos que competir con modelos masculinos inalcanzables. Pero la ONG que promueve la donación de medula y que iba a recibir el dinero recaudado con el calendario tendrá que buscar otra fuente de financiación.

Porque ni para las buenas causas. Que la belleza no se exhiba, que se recluya, que no muestre su ofensivo rostro. Así se hace justicia, creen. Pero resulta que la misión de la izquierda —y estos censores se dicen izquierdistas— es remediar las inequidades económicas, no las estéticas. Eso es imposible, hay que vivir con ellas, disfrutarlas sin sentirse víctima o amenazado. Porque por ese camino habría que censurar los amaneceres, que hacen ver tan tétricas las tardes nubladas.

La obsesión por encontrar ofensas que censurar no sólo ha acabado catapultando a esta izquierda a la derecha de la derecha. También la ha hecho caer en el ridículo.

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