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Con nazismo o melodrama, Bolsonaro quiere revolucionar la cultura brasileña

Carlos Granés

30 de enero de 2020 - 10:50 a. m.

Cómo habrá sido de bochornosa la metida de pata del secretario de Cultura brasileño, Roberto Alvim, que hasta el mismo Jair Bolsonaro, un político proclive a la incorrección y a la salvajada, se vio forzado a despedirlo. Ocurrió cuando el ufano Alvim se dirigía a la nación para anunciar los nuevos Premios Nacionales de Fomento a las Artes. “Cuando la cultura enferma”, dijo —dando a entender que la cultura actual en Brasil en efecto lo estaba—, “el pueblo enferma a su lado”. El remedio que proponía era una regeneración cultural enraizada en los mitos fundamentales de la patria. Obras que reivindicaran la nación, la familia, el coraje del pueblo y su profundo vínculo con Dios; obras que pusieran a la nación y su gente sobre los mezquinos intereses individuales.

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Y entonces vino su momento estelar. Al borde del éxtasis, parafraseó las palabras con las que Joseph Goebbles, el líder de propaganda nazi, definía el arte que debía producir la Alemania de Hitler: un arte heroico y nacional, con envolvimiento emocional, imperativo y vinculado a las necesidades del pueblo. Para mayor ridículo, durante su alocución sonaba una ópera de Wagner. El pretensioso secretario de Cultura quería crear una nueva civilización brasileña y terminó despedido por emular a un nazi.

En todo caso, el proyecto frustrado de Alvim sirve para preguntarse por el beneficio o perjuicio que supone la intromisión del Estado en las prácticas culturales. En el caso del Brasil de Bolsonaro, es bastante claro que se está intentando fomentar un arte nacional con ribetes muy bien definidos: arte conservador, cristiano y popular. Esto preocupa menos por lo que fomenta que por lo que seguramente combatirá, porque todos los proyectos culturales impulsados desde el Estado, para bien o para mal, buscan imponer una nueva hegemonía estética que rechaza desviaciones en pro de un fin político.

En los años 30, también en Brasil, el ministro de Educación de Getulio Vargas, Gustavo Capanema, se propuso impulsar una nueva cultura nacional. Pero, a diferencia de Bolsonaro, no encargó la tarea a un nazi, sino a los mejores poetas, pintores y arquitectos modernistas, dándole un deslumbrante impulso modernizador a las ciudades brasileñas. Todo esto mientras Getulio Vargas se inventaba el autoritario Estado Novo. Instituciones dictatoriales por un lado, cultura moderna y de izquierda por otro: una mezcla que proyectó internacionalmente a Brasil como una potencia arquitectónica y cultural, mientras en casa se cocía una autocracia nacionalista.

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Bolsonaro también está intentando servirse de una nueva cultura, popular más que moderna, para moldear una sensibilidad y unos valores acordes con su perfil político. La elección de Regina Duarte en reemplazo de Alvim lo delata. Duarte es una actriz de telenovelas, tan querida que le dicen “la novia de Brasil”; un personaje ideal para promover una cultura que exalte la sensibilidad brasileña, sus instintos tradicionalistas y religiosos. Porque como todo líder autoritario, Bolsonaro quiere una cultura que forje un marco moral y estético acorde con el nacionalismo conservador que intenta imponer. Nuevos criterios estéticos que exalten al nuevo establishment: el reto de siempre para el creador individualista y disidente.

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