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El pop es el horizonte cultural de nuestra época, la centrifugadora en la que se mezclan la música, el arte, la moda, la literatura, la publicidad, el cine y la política, y que encandila las retinas con bienaventuradas promesas de invención y rebeldía.
Lo pop tiene esos rasgos característicos: un toque de transgresión, un leve barniz de novedad, una seductora carga erótica, amplificados siempre por la grandilocuencia juvenil. Lo vemos en propuestas políticas como el Partido del Tomate, en los videos de Lady Gaga, en el cine de Tarantino, en la literatura Nocilla y hasta en las presentaciones públicas del filósofo Zizek. Lo pop atrae a las masas porque su oferta es fascinante. Quien consume cultura pop vive una ilusión emancipadora. Robustece el amor propio y legitima una jovial desenvoltura. Lo pop satisface los gustos más primarios y sencillos. Fomenta el exhibicionismo desenfadado de la personalidad y el narcisismo, y hace que nos creamos únicos mientras repetimos los gestos estereotipados de la masa.
En lo pop la ironía anula el dolor y los compromisos. El mundo es un espectáculo distante en el que se goza o se hace burla de lo obsceno. La complejidad sólo se acepta si es una estrategia de seducción o un frívolo capricho intelectual que decora ambientes y personalidades. El pop es un hoyo negro que lo absorbe todo porque se alimenta de los mecanismos del cambio, la insatisfacción y la rebeldía, sin llegar nunca a cambiar nada. Nada más rebelde que lo pop y nada más hegemónico que lo pop. Sus enzimas hacen que el arte más transgresor y la música más innovadora se hagan digeribles y consumibles. Lo pop promueve todos los experimentos y todos los neutraliza. Su principio subyacente es que se debe aceptar el mundo tal como es. Genera la ilusión de cambio constante, cuando en realidad recicla viejas formas heredadas. El inmovilismo se camufla tras sutiles variaciones que engañan la memoria. Nada ha fortalecido más el capitalismo de los últimos cincuenta años que lo pop, haciéndonos adictos a las sorpresas pasajeras, al capricho de la novedad, al grito vanguardista.
También es cierto que al quitarles trascendencia a las cosas y rebajar todos los compromisos, lo pop nos hace pacíficos y risueños. Nos desideologiza. Desarraiga de los nichos y nos defiende contra el nacionalismo. En más de una ocasión —como en el Brasil dictatorial de los sesenta— lo pop ha sido un arma de combate contra militares opresores y nacionalistas de izquierda. Lo pop relaja las costumbres, promueve la igualdad entre hombres y mujeres, inculca la tolerancia y celebra todo lo que se sale de la norma, en especial lo gay y lo queer. Hay una fibra festiva en lo pop que rechaza el machismo, los autoritarismos y las arbitrariedades. Aunque apolítico, lo pop se opone instintivamente a las fuentes tradicionales del poder, como la Iglesia y el ejército. Lo pop, además, nos inscribe en la órbita de la sensibilidad occidental.
Por el momento no hay ningún indicio de que vaya a ser superado. Al contrario, cada vez invade más campos y conquista más seguidores. ¿Pero habrá vida más allá del pop? A ver quién es el valiente que lo demuestra.
Carlos Granés*
