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Depresión y euforia en las protestas culturales

Carlos Granés

05 de julio de 2018 - 09:00 p. m.

Cuando las religiones, los mitos y la fe en el fascismo o el comunismo se desplomaron, sobre el escenario de la historia sólo quedó en pie el capitalismo. Es uno de los diagnósticos del marxismo depresivo anglosajón. Nuestra época, dicen sus sombríos teóricos, es triste, vacua y patológica porque ya no creemos en nada. Carecemos de visiones de futuro, ideales utópicos o proyectos de comunidad. A cambio sólo nos ha quedado el consumo y una desesperada, aunque siempre inconclusa, carrera en busca del placer.

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Esta falta de sentido o de una creencia compartida es la que ha convertido a muchas prácticas artísticas en rituales vacíos o meramente narcisistas. Como en realidad no creo en nada, y además sé que los demás tampoco, me invento un ritual arbitrario para que cada cual proyecte en él lo que quiera. Hago cosas raras, secuencias caprichosas, gestos incomprensibles, y los justifico con un pastiche de citas o referencias extemporáneas. Todo muy complejo, todo muy sesudo, todo muy banal.

La otra estrategia parte del escepticismo: no hay esperanza, es inútil tratar de conectar con nadie en un terreno neutro. Ni la religión, ni la política, ni la ética, ni la estética nos dan metas comunes o una noción de proyecto. No hay razón, por lo tanto, para salir de mí mismo. La obra que haga se centrará en mi yo, en mis vivencias, en mis glorias o en mis miserias. Tan difuso es ese espacio compartido que el único punto de referencia seguro soy yo, lo que siento y lo que pienso, más allá de lo cual sólo hay indiferencia o indeterminación.

Las sociedades, sin embargo, se desplazan con gran velocidad de este estado depresivo a uno de euforia. La ola feminista que crece y se proyecta sobre las sociedades de Occidente es un ejemplo. El feminismo actual está ofreciendo una visión trascedente, colectiva, con una promesa redentora. En torno a estas aspiraciones, surgen intervenciones artísticas, discursos y rituales con un centro y una meta. No son rituales atados a la nada. A pesar de que hay muchos feminismos y toda una gradación de radicalidad, como movimiento comparten algo: quieren que el radio de acción de la mujer aumente en una sociedad que ha sido injusta y agresiva con ella.

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En medio de la apatía posmoderna, irrupciones como estas tienen un poder magnético. El ser humano sigue experimentando la necesidad de darle un sentido a la existencia, mejor aún si tiene carácter heroico o justiciero. Quizá por eso han resultado tan seductores otros fenómenos, como el nacionalismo o la cruzada animalista. La nueva fe que muchos han encontrado en la arcadia catalana o en un mundo sin explotación animal contrarresta la sensación de vacío. Mientras los marxistas se deprimen, las derechas e izquierdas alternativas arman su propia fiesta.

Catalanistas y antitaurinos son los performers de la actualidad. Sus símbolos, acciones y manifestaciones han vuelto a mezclar estética y política. Son el polo eufórico de nuestras sociedades. Junto con el feminismo, han vuelto a tomar las calles y a congregar multitudes. Mientras los marxistas se lamentan y los liberales dudan, los eufóricos miran al futuro. Creen que les pertenece; al menos ofrecen una visión revolucionaria que el reformismo liberal no puede prometer. De ahí su fuerza y su debilidad: si el entusiasmo decae, la causa también lo hará.

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