Los diálogos de paz en La Habana están creando un escenario en el que muy probablemente colisionarán dos valores o dos aspiraciones humanas igualmente nobles: la paz y la justicia.
A Isaiah Berlin esto no le sorprendería, pues fue él quien puso en evidencia ese drama humano, ese eterno dilema en el que vivimos y del que no podemos escapar, porque vivir es tener que elegir entre metas y valores igualmente trascendentes e incompatibles. A Berlin le gustaba una frase de Kant, esa que describía al ser humano como un tronco torcido del que nada recto podría hacerse. Y en efecto, nuestra imperfección se observa en esta insoportable paradoja: podemos crear mundos utópicos en la imaginación, donde todos los valores y proyectos vitales armonizan, pero fracasamos estrepitosamente —incluso sangrientamente— cuando intentamos hacerlos realidad. La libertad y la seguridad tienden a chocar, la belleza y la contemporaneidad artística son alérgicas, el hedonismo y la eficacia se detestan. Ahora, con triste resignación, comprobamos que la paz y la justicia se muestran irreconciliables en el presente de Colombia.
¿Cómo elegir entre dos valores igualmente importantes? No hay ninguna fórmula, excepto el frío razonamiento y el cálculo de lo que se gana y se pierde optando por una u otra alternativa. Porque siempre se pierde, y ése es otro rasgo del drama humano. Al escoger, dejamos por el camino los futuros que pudieron ser y no fueron. Arrastramos siempre la duda y la insatisfacción por lo que se sacrifica, pero no hay remedio, se debe elegir y en eso he estado. Después de unos meses tratando de proyectar escenarios posibles a largo plazo, creo sinceramente que se debe optar por la paz.
Pero una vez tomada esta opción y de asumir lo que implica —dejar terribles crímenes sin el castigo equivalente, premiar la violencia antisistema como estrategia para entrar al sistema, demostrar que en Colombia, una vez más, quien se convierte en un problema nacional consigue doblegar las instituciones—, tenemos que hablar claro. Si es paz lo que se acuerda, entonces debe ser paz de verdad. No se puede tomar una decisión tan desgarradora para que luego la paz sea cualquier cosa. La más urgente tarea que el Gobierno y las Farc deben resolver desde ya, con implacable tenacidad, si de verdad creen en lo que están haciendo, es desactivar los engranajes sueltos que puedan verse tentados a perpetuar la violencia.
Imaginen este escenario: la cúpula de las Farc acaparando los focos de la vida política en Bogotá, y los guerrilleros rasos, reconvertidos en bacrims farianas, matando en sus zonas de influencia. Eso sería desastroso. Se nos habría vendido una siniestra distopía en la que volveríamos a tener lo peor de dos mundos: violencia en el campo y políticos espurios en el Congreso. No habría paz, desde luego, y mucho menos justicia, y las consecuencias serían como mínimo nocivas. Si sacrificamos la justicia, la paz no puede quedarse en el papel. Una solución a medias puede ser pasto de nuevas llamas. El paramilitarismo redentor está descabezado, pero su cuerpo se sigue sacudiendo en el fango.
*Carlos Granés