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Quienes dicen que la reciente incorporación de otros altos cargos de las Farc a la mesa de negociación en La Habana confirma el compromiso de la guerrilla con el proceso de paz y, por lo tanto, es un hecho positivo, tienen razón.
Quienes afirman que estos mismos hombres, delincuentes conspicuos con crímenes inauditos a sus espaldas, van a Cuba para escapar del asedio militar y a desafiar a un Estado legítimo sin autoridad política o moral para hacerlo, también la tienen. El conflicto colombiano, tan estudiado, tan radiografiado, sigue siendo enloquecedoramente turbio y ambiguo. Las élites políticas están a punto de irse a los puños y la sociedad en general se aferra desesperada a la ilusión de Santos o a la ilusión de Uribe. La irracionalidad nos está ganando. Y vistos de cerca, sin la grandilocuencia que rodea a la guerra y la paz, los dos presidentes revelan ser hombres con altísimas aspiraciones y pocos resultados, que, como cantaba Pink Floyd, más parecen dos almas perdidas nadando en una pecera que servidores públicos con sentido de Estado.
Uribe magnetizó al país con su carácter rijoso y su promesa de una paz rotunda y militar. Era tentador creerle —yo le creí—, porque así debía ser y parecía que ahora sí, que ya estábamos a punto, que faltaba poco para dar la estocada final y ver, como ocurrió en el Perú, a los líderes de las Farc en la cárcel y a su organización desvanecerse en la historia de la infamia. Ahora nos enteramos de que Uribe también buscaba un proceso de paz con las Farc, y que sus condiciones eran más generosas que las de Santos. Aun así, la confrontación rastrera no da tregua. Uribe es como un mal arquero con buena labia. Siempre le meten 20 goles (los mafiosos mientras estaba en la Aeronáutica Civil, los paramilitares mientras estaba en la Gobernación de Antioquia, los parapolíticos mientras estaba en la Presidencia), pero nunca es culpa de él. Se esfuerza tanto en demostrar que el equipo contrario no le untó la mano que a la gente se le olvidan los veinte goles. Y eso es lo que hay que ver: allí por donde pasa Uribe, a Colombia el crimen lo golea.
En cuanto a Santos, parece obvio que le falta lo que le sobra a Uribe: convicción y capacidad para transmitirle al país que cree en lo que hace y que tiene bien sujetas las riendas de lo que ocurre en La Habana. Su táctica de ir por donde sopla el viento, sacrificando ciertos principios (obviar la situación de los opositores venezolanos, anatemizar más a “los enemigos de la paz” que a la insurgencia), juega en su contra. Un verdadero estadista incluye sus principios en su estrategia. Santos parece estar esperando a que las cosas pasen para luego adaptarse a ellas. De manera que no hay razón para creer ciegamente en ninguno de los dos. Se deben rebajar las expectativas que tenemos puestas en ellos. La realidad del país siempre ha desbordado a sus gobernantes. Aquí las cosas son turbias y ambiguas y la única manera de enfrentarlas es mediante la unidad. Ya pasó la hora de los trinos obtusos y de las excusas resbalosas. Es hora de que Santos y Uribe hablen de políticas de Estado e intenten estar a la altura de la imagen que tienen de sí mismos.
Carlos Granés *
