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“¿Crees en la victoria del amor admirable sobre la vida sórdida, o en la de la vida sórdida sobre el amor admirable?”. La pregunta se la hacían André Bretón y sus amigos surrealistas a los lectores de La Révolution Surréaliste como parte de una encuesta sobre el amor.
No era la primera vez que se interesaban en el tema. Si hubo un asunto que aglutinó a estos poetas, y sobre el cual arriesgaron sus ideas más interesantes, fue la posibilidad de trascenderse a sí mismos a través de la pasión amorosa. Sabiendo que la imaginación permitía ir más allá, traspasar los límites de lo existente gracias al vigor del deseo, se empeñaron en fundirse con lo soñado y buscar la gloria de esos amores ejemplares.
Porque el amor admirable es el que recubre a una persona con cualidades fantásticas que la convierten en un ser único, cuasidivino, mitológico, que se ajusta a los caprichos porque ha sido inventado por ellos, a su medida, buscando el perfecto encaje. Nada más ajeno al amor admirable que el amor libre, el libertinaje o el desfogue prostibulario. Como requisito ineludible, este deslumbramiento imaginativo impone la elección de una persona, una sola. O más que una elección, supone un hallazgo, el encuentro casual que se hace necesario por inesperado y maravilloso. En cuanto a la vida sórdida, es la que se vive a ras de suelo, asfixiada por las rutinas productivas y las convenciones externas, calculada de principio a fin por la razón, sin misterio ni azares sorprendentes.
Los surrealistas promovieron y ensalzaron este tipo de amor —Breton finalmente lo llamó amor loco—, pero pocas claves dieron para protegerlo de la vida sórdida, con todos sus imposiciones y señalamientos. Roberto Arlt pareció darse cuenta de esta grieta y a través de ella escribió El amor brujo, una novela en la que ponía a prueba el amor loco enfrentándolo con las miserias de la vida cotidiana. Balder, el protagonista, soñaba con dejar de ser lo que era; quería convulsionar su vida, abolir la monotonía que empequeñecía su existencia. Algo extraordinario tenía que ocurrirle y finalmente le sucede. Embrujado por una jovencita de 16 años, renuncia a su esposa y a su hijo e inicia una vida nueva. Abandona su casa, rompe con todo, y lo hace sólo para descubrir que bastan unos meses y las minucias de la rutina diaria para que el amor admirable termine corroído por la vida sórdida. La mayor transgresión plegándose a la norma, la vida nueva convertida en réplica de la antigua vida.
Bendecidos por la posibilidad de fantasear vidas apasionantes, por un lado, pero incapaces de corresponder a nuestras propias exigencias, por el otro, podemos acabar como el pobre Balder, degradando lo que más nos ennoblece: esos amores admirables, proyección de nuestros anhelos más nobles y profundos. Si se pudiera vivir en la irrealidad constante, en esos nichos fugaces creados por la fantasía, no habría problema. Pero pocos tienen esa dicha. En la vida cotidiana, esa que se compone de las más prosaicas necesidades y demandas, el amor ejemplar y la vida sórdida se enfrentan invariablemente. Es una batalla diaria. Nuestras expectativas vitales desenfundan sus espadas para combatir la insignificancia de nuestras realidades.
