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No cabe duda: Banksy es ingenioso y sus grafitis suelen llamar la atención tanto por sus agudos comentarios sobre la realidad política como por el lugar donde los hace.
Las imágenes que dejó en el muro que atraviesa Cisjordania se convirtieron en un símbolo de la infamia, y cada vez que incursiona en algún barrio londinense, siempre en silencio, envuelto en el misterio, genera una pequeña conmoción pública. Su talento como creador de imágenes está fuera de duda. Ha logrado que algunos de sus esténciles, como el lanzador de flores o la sirvienta que levanta la pintura de la pared para ocultar la mugre, se conviertan iconos universales. Pero también es cierto que Banksy, con su juego de invisibilidad y con sus obras públicas, se ha convertido en uno de los artistas más famosos y caros. El anonimato le ha dado celebridad, y la exposición gratuita de sus imágenes lo ha cotizado en el mercado. La paradoja ha llegado hasta el absurdo de que algún avivato se robó una pared para vender un Banksy.
Aunque nada de lo que había hecho hasta el momento se compara con su última propuesta. Se trata de Dismaland, un parque de atracciones lúgubre y crítico donde los asistentes, en lugar de pasear por universos de fantasía e ilusión, deben enfrentarse a los problemas más terribles del mundo contemporáneo. Dismalad pretende ser la antítesis de Disneyland, una subversión o détournement de aquel ensueño de felicidad y armonía universal. Ubicado en Weston-super-Mare, un antiguo balneario en decadencia a 200 kilómetros de Londres, abrió sus puertas el 22 de agosto. Desde ese día, y hasta el 25 de septiembre, 4.000 asistentes se habrán deprimido diariamente con la tragedia de la inmigración ilegal, la guerra del petróleo o el mórbido amarillismo de los paparazzis. Otros artistas, como Jenny Holtzer, Jimmy Cauty o Damien Hirst, famosos por sus planteamientos controversiales, también exponen en el anti-parque de Banksy. En su conjunto, Dismaland es una gran atracción crítica que pretende generar shock en el espectador para que se sensibilice frente a ciertos problemas sociales.
Pero en realidad tengo serias dudas que lo logre. Dismaland es la antítesis de Disneyland sólo en contenido. Como atracción turística, producto de consumo, reclamo mediático y generador instantáneo de dinero y espectáculo, es exactamente igual. Dismaland está gentrificando una región de Inglaterra de la que muchos no habíamos oído hablar. En taquilla dejará cerca de 400.000 libras esterlinas, y en hoteles y comercios –se calcula— unos siete millones. El anti-parque es una genial diversión que miles de turistas pueden visitar con entusiasmo porque no les muestra nada nuevo. Si alguien tiene que ir a Dismaland para entender la tragedia de la inmigración ilegal, feliz él. Significa que ha vivido en una pequeña burbuja. Pero no es el caso. Ocurre que hoy en día la contracultura es sólo un sector más de la economía. Lo cool y lo crítico resulta más seductor que lo masivo y lo frívolo, y eso es lo que garantiza Dismaland. En el voraz mercado de bienes culturales, Banksy es el Rolls-Royce del arte crítico y de la actitud antisistema.
