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La línea es delgada, a veces borrosa, pero ahí está y es importante hacerla visible.
Todas las manifestaciones artísticas, desde la novela a la música, desde la poesía al performance, están amparadas por la libertad de expresión y no se las puede censurar así sus pullas vulneren la sensibilidad de los unos o de los otros. ¿Puede el arte blasfemar y atacar con virulencia a la Iglesia católica, como hicieron los surrealistas en los años treinta? A mi entender, sí. Ninguna creencia puede blindarse contra la risa sin riesgo de caer en el fanatismo y la ortodoxia. En cuanto a los políticos y poderosos, ¿pueden ser ridiculizados y empequeñecidos por humoristas y caricaturistas? Vuelvo a inclinarme por el sí, aunque con matices. Quien desaira al otro debe saber que se expone a una demanda si su comentario tiene más de insulto que de mofa. Aquí la frontera es igualmente fina (y los gobernantes autoritarios suelen aprovecharse de ella), pero aun así la parodia debe defenderse como uno de los logros de la modernidad, pues baja a los intocables de sus pedestales desvelando sus defectos y errores.
Ahora bien, ¿significa esto que el arte es una trinchera donde se puede decir cualquier cosa? ¿Puede un artista, por ejemplo, incitar al odio, alabar el terrorismo o llamar al asesinato? El rapero catalán Pablo Hasél ha vuelto a poner estas preguntas sobre la mesa. Hace unos días fue condenado a dos años de cárcel por colar en sus canciones frases como estas: “Siempre hay algún indigente despierto con quien comentar que se debe matar a Aznar”, o “¡Que alguien clave un piolet en la cabeza de José Bono!”. En Colombia también tuvimos un caso similar. En 2009, el artista Nicolás Castro creó una página en Facebook titulada “Me comprometo a asesinar a Jerónimo Uribe”, por la que fue condenado a quince años. ¿Está justificada la acción judicial contra artistas que ventilan públicamente sus fobias y fantasías asesinas? ¿Acaso el arte no permite realizar en la imaginación lo que nunca se haría en la realidad?
Pongamos otro ejemplo: “Hay que matar: matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido”. La frase es de Sartre, y por ella no fue condenado sino reconocido como promotor de la lucha anticolonial. La escribió en 1961, un período en el que los artistas podían decir cualquier cosa sin temor a las represalias legales. Prueba de ello son los poemas del poeta negro LeRoi Jones, en los que impunemente incitaba a violar mujeres blancas. La cuestión es que si Sartre y Jones soltaban esas arengas era porque sabían que tenían consecuencias en la realidad. El arte moldea sensibilidades y actitudes, y cuando su finalidad es despertar odios y bajas pasiones suele conseguir resultados. Por eso no puede ser una trinchera que protege al incendiario luego de arrojar la bomba. Los jueces que condenaron a Hasél y a Castro acertaron (aunque la condena del último fue revanchista y desmedida), y es mejor una sociedad que nos protege de nuestros propios demonios que una que no lo hace. ¿Es esto bueno para el arte? Esa es otra cuestión.
Carlos Granés *
