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El chamán y la exploradora

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Carlos Granés
15 de abril de 2016 - 02:48 a. m.
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¿Sigue teniendo sentido la división del mundo político entre izquierda y derecha? Supongo que sí. En todas las sociedades modernas hay conflictos entre valores como la libertad y la justicia que se reflejan en posturas políticas.

La derecha moderna tenderá a abordar los problemas ampliando, o al menos no sacrificando, la libertad, mientras que la izquierda moderna velará más celosamente por la justicia. Unos impedirán que se vulnere el espacio privado del individuo; los otros llevarán lo privado a lo público en busca de reconocimiento y aceptación social. Y como la libertad, la justicia, la individualidad y el reconocimiento social son valores y necesidades últimas a los que no se puede renunciar del todo –aunque tampoco se pueda gozar de ellas plenamente–, es muy saludable que la derecha y la izquierda debatan y busquen soluciones a la inevitable tensión que produce el choque de intereses y prioridades.

El problema es que hoy en día, ya no sólo en Latinoamérica sino en Europa y en Estados Unidos, la contienda entre izquierda y derecha ha pasado a un segundo plano. Lo vemos en la campaña presidencial estadounidense, en las recientes elecciones peruanas o en la parálisis política de España, por no hablar de Colombia. Aquí ya no se trata de resolver problemas concretos o de dirimir los inevitables conflictos que surgen en sociedades complejas y plurales. Se trata de refundar patrias, de combatir enemigos externos, de imponer visiones generales de la realidad, de cambiar constituciones, sistemas o modelos económicos. Es una política épica, grandilocuente, ciega a los problemas concretos de la gente y preocupada, más bien, por hacer lo que sólo consiguen el gran arte y las grandes ideas, cambiar la existencia.

Lo ha explicado con gran sofisticación el politólogo Víctor Lapuente en un reciente libro: El retorno de los chamanes. Dice Lapuente que hay dos tipos de políticos: la exploradora y el chamán. La primera no tiene un plan o una gran teoría. Al contrario, es empírica y arriesgada. Ensaya soluciones. Reconoce cuando se equivoca y vuelve atrás. Se mueve en terrenos pequeños y en apariencia mediocres (las minucias de la vida pública) y si ve que algo funciona, lo aplica, pero no cae en la tentación de hacer formulaciones. Toma cada problema a la vez y para cada uno busca remedios adecuados. Es una escéptica y una empírica; reconoce su falibilidad. Muy diferente es el chamán, viril, clarividente, que sabe cómo remediar todos los problemas y por eso le urge una sola cosa: el poder. No negocia para sacar adelante una propuesta concreta; reta y pelea para conseguir un ministerio, una curul, cualquier cargo desde el cual reordenar –y salvar— el mundo.

Hemos vuelto al tiempo de los chamanes. La crisis económica global influyó mucho, pero no es sólo eso. Los chamanes enardecen con sus eslóganes, hacen hervir la sangre, desatan las bajas pasiones. Convierten la política en una cosa heroica y apasionante. Nos seducen, sí, porque no hemos dejado de ser románticos y esperamos de la política lo mismo que de los grandes artistas: mundos perfectos. La modesta exploradora, en cambio, es una profesional que conoce su campo, sabe cuáles son los problemas de la gente y cree poder hacer algo para resolverlos.

Aburridísima, pero mucho más necesaria.

 

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