Empieza a convertirse en un clásico: algún empleado de la limpieza llega en la noche a la sala de un museo y, en los afanes de su oficio, acaba tirando a la basura una genial y costosa obra de arte.
Pasó hace unas semanas en el Museion, el Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Bolzano, en Italia, con la obra de Sara Goldschmied y Eleonora Chiari, y había pasado antes con piezas de Damien Hirst, Martin Kippenberg y Joseph Beuys. Al encontrarse con pegotes de mantequilla, ceniceros llenos de colillas, una palangana debajo de un andamio o, como en el caso de la obra de Goldschmied y Chiari, botellas de champaña, serpentinas y cajetillas de cigarrillos tiradas por el suelo (es decir, los restos de una buena juerga), desprevenidas y diligentes limpiadoras han procedido a hacer lo que demanda su oficio: usar a conciencia los cepillos, las escobas y las bolsas de basura.
La obra de Goldschmied y Chiari, titulada ¿Dónde vamos a bailar esta noche?, tenía un significado obvio para los entendidos: era una metáfora del fin de fiesta de los años ochenta y de su consumismo, su hedonismo, su televisión de masas, su especulación financiera, su despilfarro y corrupción. Supongo que el mensaje era muy crítico y muy pertinente, pero la verdad es que ni lo veo yo ni lo vio la limpiadora, que más bien debió haber maldecido el consumismo y el hedonismo de esa gente del museo que montaba semejante juerga y le dejaba la sala echa un chiquero. Porque es falso que la fiesta haya acabado. Al menos en el mundo del arte, cada vez hay más bienales, ferias y megaexposiciones, y en todas hay grandes juergas a las que asisten los ricos y famosos a dejar las salas de inauguraciones como la dejaron Goldschmied y Chiari, y cada vez se especula más con obras de arte y más dinero se lava a través de transacciones millonarias en el mercado artístico. La obra de estas dos artistas podía representar a la Italia de los ochenta, pero también al mundillo de las superestrellas del arte contemporáneo.
Aún así, quien merece un aplauso es la limpiadora que entendió con instinto anárquico que si algo es basura para ella, basura ha de ser. Desde los sesenta, retomando ideas dadaístas, los artistas se arrogaron el derecho de determinar qué era arte y qué no. Si ellos decían que un gesto, un objeto o una acción era arte, en arte se convertía. En esa línea, asumo que las limpiadoras contemporáneas deberían tener el mismo derecho a deconstruir los criterios museísticos y curatoriales y adjudicarse la potestad de determinar qué es basura y qué no. Y si su instinto les indica que algo lo es, que ataquen sin contemplación con su arsenal de traperos, quitagrasas y espátulas porque basura será. Aquí hay que ser coherentes. Si un artista puede determinar que la basura es arte, no veo por qué una limpiadora no va a poder decir que el arte es basura. Llegados a un punto en el que la teoría posmoderna erosionó todos los criterios objetivos para diferenciar el arte del chiquero, supongo que en futuras ocasiones tendrán que ser las limpiadoras y los artistas quienes resuelvan, a escobazo limpio, si lo expuesto merece o no acabar en una bolsa de basura.