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El curador

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Carlos Granés
07 de agosto de 2015 - 03:15 a. m.
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No debe extrañarnos que en un mundo con una oferta de productos culturales y comerciales inagotable, en donde la abundancia y variedad producen vértigo, aquel que se muestra capaz de poner orden y dictaminar qué sirve y qué no sirve gane enorme visibilidad y poder.

Este nuevo conocedor, que asegura tener el saber necesario para neutralizar el caos que nos hostiga, recibe el nombre, o se autodenomina, curador. Y no me refiero al curador de museo o de instituciones científicas, que, como los encargados de los gabinetes de curiosidades del siglo XVI o el científico Robert Hook, reunían objetos fantásticos o seleccionaban experimentos en la Royal Society. Me refiero al nuevo curador estrella, a ese ser hiperquinético que ya no se ocupa de las colecciones de museos, sino que, como señala David Balzer en Curationism, un libro reciente que me ha dado muchos de estos datos, utiliza las obras de los artistas como materia prima para sus propios proyectos curatoriales.

Un indicador infalible del seductor influjo que tienen los curadores es que Madonna ha decidido convertirse en una, curando su propio proyecto artístico, Art for Freedom. En este proyecto, que pretende promover la defensa de los derechos humanos a través del arte, ha recibido la colaboración de Miley Cyrus y Katy Perry. No son ellas las únicas estrellas del pop que se reciclan como curadoras. Kanye West ya no se autodenomina productor ni músico, sino curador. En festivales de música como All Tomorrow’s Parties o Lollapalooza, músicos de los noventa como Perry Farrell o Sonic Youth ofician como curadores. Los bancos tienen colecciones de arte, y por lo tanto curadores. También hay curadores de moda, y gente sin oficio acreditado se ofrece a las empresas como selectores de información, vendiéndose, también, como curadores de contenidos. Hoy en día una tarjeta con la palabra curador brilla más que una que diga administrador, gestor o buscavidas. Pero ojo, no todo lo que brilla es oro.

Los curadores, empezando por Harald Szeemann, escalaron posiciones en los mundillos culturales a finales de los 60, a medida que el arte se desmaterializaba y se hacía conceptual. Objetos o acciones que en apariencia no decían nada, parecían llevar poderosísimos mensajes encriptados que sólo un conocedor, al tanto de las más complejas teorías, podía decodificar. El curador se convirtió en una necesidad. Él, a diferencia del público profano, podía diferenciar entre un vaso con agua y una valiosa obra de arte. Al menos eso hacía creer, porque a la hora de escribir y argumentar sus dictámenes parecía un colegial deconstruyendo el dogma de la Santísima Trinidad. A medio camino entre el intelectual, el programador de espectáculos de masas y un promotor turístico, el curador se ha convertido en la pieza clave del mundo del arte contemporáneo. Juega a la vanguardia buscando un éxito de taquilla, y critica los males de la humanidad después de conseguir patrocinio de la Philip Morris. En su contradictoria figura, tan seductora y repelente, a medio camino entre el pícaro del siglo XVII y el yuppie chillax del XXI, aparece reflejado, como en el estanque de Narciso, uno de los semblantes de nuestra época.

Madrid, 05/08/15

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