El discreto encanto del fascismo

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Carlos Granés
02 de marzo de 2018 - 03:10 a. m.
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El fascismo en Latinoamérica tiene una larga historia, que se remonta a los años de efervescencia vanguardista en que poetas y pintores renunciaban a la pureza del arte y asumían su actividad creadora como una forma más de hacer política. Antes de la Segunda Guerra Mundial, el fascismo aún tenía un aura revolucionaria, cargada de vigor juvenil, vitalismo, gusto por lo nuevo y un decidido aborrecimiento de todo lo que marchitara el espíritu.

La fascinación que despertó entre algunos poetas latinoamericanos tuvo que ver, también, con sus promesas de revigorizar las naciones. Fascistas fueron los seguidores de Plinio Salgado, creador de grupos de vanguardia en Brasil, y de los camisas verdes que engrosaron las filas del integralismo. Fascistas también fueron los camisas azules nicaragüenses, con Luis Alberto Cabrales y José Coronel Urtecho a la cabeza, antiyanquis y nacionalistas que auparon a Somoza al poder después de que asesinara a Sandino. Y fascistas fueron el argentino Leopoldo Lugones y el intelectual peruano José de la Riva-Agüero, y entre nosotros el grupo de los Leopardos, en realidad gatitos comparados con sus pares latinoamericanos.

El fascismo sedujo a los jóvenes revolucionarios porque les pedía que vislumbraran un ideal más grande e importante que ellos mismos. La nación, por ejemplo. O el perfeccionamiento moral. O Dios. O la nación, Dios y el perfeccionamiento moral que otorgaba consagrar la vida a estas causas superiores. Algo por qué sacrificarse. Fundamental en el fascismo fue neutralizar todas las mezquindades, caprichos y particularidades del individuo. La causa superior debía armonizar. Estructuraba la sociedad de forma orgánica para que cada cual cumpliera un papel en un sistema encaminado al engrandecimiento nacional. Corporativismo, se llamó. Muchos abrazaron la armonía a costa de la libertad. Sólo una singularidad podía sobresalir en el fascismo, la del gran hombre que de manera jerárquica, sin duda autoritaria, hacía las veces de timonel para imponer un rumbo. Los demás debían hacer (votar) lo que él dijera.

El conflicto y la pluralidad son los cocos del fascismo. No es el simple mal gusto lo que ha llevado a estas asociaciones a uniformarse con camisas negras, pardas, verdes, azules o rojas. Es la necesidad de anular toda particularidad que desvíe de la ruta establecida. El fascismo maneja nociones de pureza, perfección, rectitud, y por eso siempre ve amenazas que atentan contra la idoneidad del proyecto. Unas vienen de afuera, otras se incuban dentro. Enemigos externos e internos, los llaman, y para combatirlos suelen crear grupos de autodefensa. El respaldo del poder político y la aceptación de amplios sectores de la sociedad no hacen menos brutales a estas bandas, cuya función es escarmentar o eliminar al agente perturbador que contamina con sus ideas extranjerizantes o sus conductas reprobables. Esta práctica la renovaron Chávez con sus milicias bolivarianas y Uribe con las Convivir antioqueñas. En ambos casos para defenderse de un enemigo interno; en ambos casos en beneficio de una causa mayor. Los dos presidentes podrán ser héroes para sus seguidores y evadir todos los tribunales, pero siempre cargarán con la responsabilidad política de haber alimentado esta práctica fascista.

 

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