Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
¿EN QUÉ MOMENTO LOS VALORES revolucionarios de la contracultura se convirtieron en un gancho infalible para vender mercancías?
La gran hazaña de Mad Men, la serie creada por Matthew Weiner, fue mostrar cómo ciertas actitudes, expectativas vitales y valores que en los cincuenta eran radicales y marginales, empezaron a ganar terreno hasta volverse mayoritarios. Tanto, que a pesar de provenir de ambientes anticapitalistas a la larga sirvieron para vender cualquier objeto de consumo. Durante siete temporadas vimos cómo la Norteamérica de los cincuenta se transformaba en la Norteamérica de los sesenta, y cómo en esa década mágica todo cambiaba para seguir igual; o lo que es lo mismo, cómo todo seguía igual pero de manera distinta. Los márgenes de libertad individual se ampliaron, las convenciones se ablandaron y los estilos de vida se multiplicaron, pero la publicidad y el capitalismo siguieron intactos. Igual suerte tuvieron los personajes de la serie. Todos cambiaron; todos siguieron como el primer día: Joan buscando la independencia, Peggy el amor, Pete el éxito y Don Draper… al verdadero Don Draper
Don, indiscutible protagonista de la serie, irradia un misterioso encanto debido a que tan sólo es una mentira. Durante la guerra de Corea adoptó la identidad de otra persona y en Nueva York se convirtió en un genio de la publicidad, el arte de inventar falsedades para vender productos de consumo. Acorazado en su impecable traje, lo vimos pasar por reiteradas crisis, aventuras amorosas, depresiones etílicas e intempestivas huídas en busca del ser real que se ocultaba tras la ficción que envolvía su vida. Lo fabuloso —lo humano— es que cada una de sus escapadas lo devolvía al punto de partida. La última escena del último capítulo es la más reveladora. Cuando parece que ha tocado fondo y va a renunciar a su vida falsa para vivir una vida auténtica, lejos de las mentiras de la publicidad y del oropel de los hoteles de cinco estrellas, tiene una epifanía: la autenticidad no es más que otra mentira con la que se pueden vender gaseosas.
La armadura está vacía, la de todos. No hay nada auténtico; sólo un carácter que nos hace dar vueltas alrededor de unas pocas ilusiones. El final de Mad Men muestra cómo el amor, la armonía y la autenticidad, los valores que exaltó el hippismo, podían instrumentalizarse para seducir a los jóvenes de los setenta. ¿Es un error del sistema? ¿Es la prueba de los incorregibles vicios del capitalismo? Creo, más bien, que es la ley de la vida en las sociedades democráticas. Para hacer soportable la existencia buscamos algo que nos ilusione, luchamos para que los otros vean la importancia que tiene, damos una batalla para imponer nuevos valores que lo legitiman, y cuando somos suficientes el comercio y la política inevitablemente nos prestan atención. Llega un Don Draper o un líder carismático a empaquetar los nuevos valores en eslóganes políticos o publicitarios, dos caras de la misma moneda. Así cambian las sociedades democráticas. Si lo que surge en los sótanos y las calles consigue seducir y motivar, tarde o temprano llegará al mercado y al poder. Todo cambiará. Todo seguirá cambiando. Y siempre igual.
