El rebelde dice no. Camus lo explicó en el magnífico ensayo que escribió sobre el tema, y uno de mis autores contemporáneos de cabecera, Javier Cercas, lo ha demostrado una y otra vez en sus novelas.
Cuando la masa, bien sea por miedo, costumbre o inercia, dice sí, se necesita un hombre o una mujer que diga no. Ese acto, que bien puede ser público o privado, heroico o compasivo, tiene la trascendental importancia de preservar la dignidad colectiva.
El gran no surge de forma imprevista. Es una respuesta que se da en momentos decisivos de la vida. Aunque no tenga repercusiones en la historia, nos muestra de qué estamos hechos, quiénes somos en realidad. No matar al enemigo vencido, no ceder al terror de una intentona golpista, no arrestar al joven que en la cárcel perdería toda oportunidad de enmendar su vida. En esos noes que aparecen en las novelas de Cercas se revela la humanidad, la compasión, la valentía, la autonomía de pensamiento. Son instantes de peligro en los que más fácil sería decir sí, obrar de la forma en que la mayoría lo haría. Instantes en los que parece no haber nada que ganar y todo que perder. Así es, al menos, a primera vista, porque lo que ganan estos personajes es la dignidad moral, un sentido profundo de humanidad, un vínculo que los une al otro, incluso con el enemigo.
Traigo a colación la obra de Cercas porque en Colombia, en la Colombia real y no en un país inventado en las novelas, tenemos que tomar ahora una decisión como la que toman sus personajes; una de esas decisiones que marcan de forma trascendental y duradera nuestras vidas. ¿Debemos decir que No en el plebiscito que refrenda los acuerdo de paz con las Farc y, de esa forma, mostrar que la inhumanidad de la guerrilla, con sus gulags, sus minas quiebrapatas, sus bombas y el reclutamiento forzoso de niños los inhabilita para hacer parte de la sociedad civil? ¿O debemos decir que Sí y abrir las instituciones y todos los espacios sociales para que ingresen en ellos quienes los combatieron; para que se vean ante la dura prueba de aceptar las normas de convivencia de aquellos a quienes secuestraron y mataron?
A diferencia de lo que ocurre en las novelas de Cercas, en Colombia lo habitual ha sido decir que no. En 50 años de guerra, nadie asumió las consecuencias de un sí que pusiera fin a la matanza. Con Betancur, los militares dijeron no; con Gaviria, el narco dijo no; con Pastrana las Farc dijeron no; con Uribe, la sociedad dijo no. Lo lógico y lo habitual, lo que la mayoría ha dicho desde siempre y lo que todos —me incluyo— decíamos hasta hace cuatro años, era no. Un rotundo no. Un no que mostraba hasta qué punto la posibilidad de que Colombia se convirtiera en un país normal, en el que rivales y enemigos dirimieran sus diferencias en los espacios públicos y no en el monte, parecía ilógico. El no ha sido nuestro statu quo. La tradición, el primer reflejo mental, el hábito que hemos inculcado y nos ha hecho desconfiar de lo nuevo y de lo diferente. Colombiano es el que dice no. Más aún, colombiano es el que dice “ni puel putas”, expresión que arrastra toda nuestra vehemencia e inclinación al inmovilismo. En un contexto así, rebelde es el que dice sí.