La idea de vanguardia murió en los museos pero renació en las cocinas.
A unos les ofende, a otros les parece justo, el caso es que en la cultura contemporánea los chefs han empezado a cobrar un protagonismo inusitado y a pisar espacios que parecían reservados a intelectuales y artistas. Ferran Adrià, el famoso cocinero catalán, acaba de inaugurar en la madrileña Fundación Telefónica una exposición sobre el proceso creativo de su restaurante, el Bulli, y no es la primera vez que se le ve cómodo entre artistas. Antes había participado en la Documenta de Kassel, la exhibición que cada lustro fija el quién es quién del arte contemporáneo. Aunque hay mucho espectáculo, charlatanería y esnobismo en todo esto, es innegable que la cocina ha sufrido cambios e innovaciones asombrosas. Algunos restaurantes ofrecen experiencias —casi happenings— que van mucho más allá de la mera ingesta gastronómica y estimulan todos los sentidos. ¿Basta eso para que los nuevos chefs aspiren al rango de artistas y exhiban sus platos como si fueran obras y sus cocinas como talleres donde futuros maestros van a aprender el oficio?
Ferran Adrià habla como un artista contemporáneo. Le da una enorme importancia a la conceptualización de la comida y usa palabras como deconstrucción y revolución. Además, se refiere al Bulli como un “ejercicio radical de libertad” y a los servicios de su restaurante como funciones. Sin embargo, hay algo que lo diferencia por completo de los artistas contemporáneos. Puede que detrás de cada uno de los 1.846 platos que creó con su equipo hubiera mucha teoría y conceptos, pero la cosa no se quedaba ahí. No podía quedarse, porque una cocina meramente conceptual sería un fiasco como negocio. A diferencia del arte contemporáneo, donde el concepto es lo fundamental y las instituciones públicas lo apoyan, en la cocina tiene que cruzarse el umbral de la abstracción teórica para estimular de forma directa algún sentido. Mientras ir a una galería se ha convertido con frecuencia en una experiencia meramente intelectual, en el Bulli toda la investigación y teorización desaparece cuando se sirven los platos. Si no hay placer, de nada sirve lo demás.
El arte ha influido a la cocina y ahora bien podría darse el fenómeno inverso. Las manifestaciones de arte conceptual, por muy revolucionarias que se muestren, no dejan de ser otra forma de puritanismo que desprecia el placer de los sentidos. Por alguna razón extraña, agradar la vista y estimular la imaginación y los deseos empezó a parecer muy poca cosa, una labor de artesanos petrificados en la estulticia. “Estúpido como un pintor”, se decía a finales del siglo XIX en Francia, y desde entonces, quizás por culpa de este dicho, los pintores trataron de volverse inteligentes a la fuerza, conceptualizando y teorizando hasta desterrar la actividad manual de su oficio. Olvidaron que el camino directo a la estupidez está trazado con grandes ínfulas de genialidad. A mí no me molesta que se tilde a Adrià de artista ni que se convierta en un personaje habitual de las galerías y museos. Puede que incluso les recuerde a los artistas contemporáneos que son las sociedades reaccionarias y conservadoras las que siempre han desconfiado del placer.